domingo, 23 de octubre de 2016

BREVE HISTORIA DE LA HORMIGA Y SU PUEBLO


Bajo una densa y neblinosa oscuridad nocturna, y casi cediendo al peso de mi sueño contenido por varias horas, justo cuando un reloj imaginario resonaba en la precisión de su tiempo, fue cuando apurado encendí mi antorcha en medio de una fría noche con visos de madrugada ambarina, mal sentado bajo un bosque de árboles lúgubres y pelados, a solo dos pasos de distancia de un gran caserón, y desde cuyo laberíntico interior -incluidos los repulsivos y feroces curohuinces- comenzaban a emerger incontenibles las providenciales siquizapas a través de múltiples cráteres, y ya sea a rastras o volando, avanzaban con temeridad hacia el fulguroso brillo de mi señuelo: un aceitado estropajo atado con alambres que, mientras ardía, suspendía su fuego sobre un agujero en tierra que a modo de trampa inexpugnable, recibía a las potonas aladas que caían chamuscadas hacia su fondo.
Con velocidad frenética yo iba recogiendo con la mano descubierta y vulnerable, de uno, de dos, de tres hormigas, sosteniendo un costal en la otra mano, sudando chorros de sal bajo mis improvisadas ropas chacareras. Incalculables veces hundí mis débiles dedos en esa tierra húmeda, reforzado de momento por la adrenalina que bloqueaba transitoriamente el agudo dolor causado por los sendos mordiscos que los curohuinces me infringían, en el dorso de mis manos, en mi espalda baja, a media pulgada de mi pálida yugular. Me daba de manazos para un breve alivio. Y volvía a la carga para recolectar, con fruición, de entre la tierra arcillosa y los residuos muertos de la naturaleza, todas las hormigas que podía, tan volátiles, tan exóticamente perfumadas, resistiéndose a ceder. Aleteaban perdidas en su propio caos. Algunas de elevan y alcanzan a escapar mientras irrumpe aún tenue, la luz de un nuevo día. Allí pude ver sus siluetas de inquietantes hadas subterráneas, ser arrastradas por el viento traidor de esa hora, que ya comienza a traslucir las sombras de los magníficos nubarrones amazónicos.
Al rayar el día, alrededor del quemado caserón, sobre la pampa yacían los restos de una masacre minimalista, partidos, calcinados, lapidados, decapitados y desollados por criminales remolinos humanos, toda aquella comunidad insectos eusociales que al abandonar su castillo, sin saberse urgente y caro manjar, fueron presa fácil de pájaros matinales y de la insaciable avidez y codicia de hombres que, o los pondrán a la venta en los pasillos del mercado, a gran precio, y más temprano que tarde, terminarán en una sartén, con gotas de aceite y granos de sal, sabrosos de forma inexplicable. Volvimos a casa con la bolsa llena de síquizapas, mientras una bruma deliciosamente aromática que salía de las cocinas de las casa del camino, se colaba por nuestras ansiosas narices. Ya quiero llegar a casa, para comer mis ricas hormigas, sin pudor y sin vergüenza.
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Este fin de semana fui testigo de un hecho inédito en esta maravillosa villa del Señor. A pocos kilómetros nomás, en el siempre enigmático distrito moyobambino de Yantaló, en un despertar renovado de identidad amazónica, de celebración por lo nuestro, de la alegría de vivir en un reducto selvático lleno de gente emprendora, agradecida y maravillosa, se llevó a cabo con rotundo éxito, el II Festival de la Hormiga, Yantaló 2016. No sé cómo explicarlo, la gente alegre que sonreía dejando notar las patitas de los hormigas entre sus dientes, sin pena. Bebiendo rico y natural, disfrutando de la comida hecha por manos sabias y creativas, que incluían sabores de hormiga en sus salsas y tentempiés. Gente de todos lados, amigos entrañables, en un lugar mágico tan antiguo como nuevo, que nos recibe con un sol radiante, y luego la lluvia lo lava todo.
Tú que estás lejos, y no has comido hormigas en mucho tiempo, sabes de lo que hablo.
Ha sido para todos una experiencia interesante y motivadora, el poder presenciar el nacimiento de una celebración icónica, especial y particular, que debe ser aprovechado de forma integral e inteligente en favor del desarrollo social y turístico de nuestra prodigiosa tierra.
Estamos con ansias esperando ya el próximo año. Por lo pronto, para III Festival de la Hormiga 2017, ya se sabe que al llegar a la privilegiada villa yantalina, una maravillosa escultura de una hormiga gigantesca nos dará la bienvenida en su idílico y desnivelado portal.
Gracias Yantaló, privilegio de nuestra tierra.

jueves, 20 de octubre de 2016

ORFANDAD



Hoy como todos los días de mi vida he despertado huérfano.
Porque no hay imágenes ni recuerdos tuyos 
en mis turbios ojos de niño.

Dejó de doler tanto cuando comencé a ser sincero,
y me puse a escribir versos taciturnos
sin consuelo y sin cariño.

Sin poder, ahora cargo a mi hijo en brazos y lo levanto,
le propongo hacer un aeroplano para ir de viaje juntos.
Me corto los dedos haciéndolo
Para no decepcionarlo.

Me falta tino para freírle un huevo a su gusto.
Nadie me enseño salar las sopas,
a cómo cortar adecuadamente el queso.
De buena gana me habrías enseñado algunos trucos,
como comer pescado evitando las espinas y huesos.

Sin ti por los alrededores
de muchas otras madres aprendí,
a no ser un hijo necio, a ser solo sobrino,
a comer de la mitad de un huevo duro,
a dormir entre varios,
a leerme los cuentos yo solo,
a escribir.
Todos los que recibieron una carta de mi abuela saben que ella escribía.

Dios sabe qué hubiera aprendido contigo.

Hoy como todos los días de mi vida he despertado huérfano.
y solo me consuela el recuerdo hermoso de mi abuela,
llorando sin cesar,
cuando se enteró que yo quería ir al ejército.

Los paseos por la calle derecha, por recodo, siguiendo la procesión,
siempre de su mano.
Comiendo aguajes, desgranando shimbillos.
Me arrulla el sonido imaginario con cadencia de vals
que silbaba para sí, como para recordar a sus hijos.

¡Has de ir por la vereda, hijito!,
me decía a diario cuando salía para la escuela.
Me dio tanto de ella misma,
cuando lavaba llorando
las mugres de mi vida
mis ganas de no hacer nada
cuando cuidaba mi sueño profundo
y me esperaba.
Jamás me alcanzaron el corazón y las manos
para recibir tanto amor

Pero ella ya murió.
Ahora quedamos en mi mundo, mi mujer, yo y nuestro hijo.
Abrazo a mi suegra entonces, porque es buena,
y porque como siempre, no estás tú.

Y ya no la abrazo más porque me duele.

Hoy como todos los días de mi vida
me siento huérfano.

KURT


estas no son las sucias 
y nihilistas calles de Aberdeen
pero surgen de la nada tus 
emociones lúcidas y tímidas
como un ruidoso concierto
de lluvia y aserrín

tu canción me excita y me remuerde
un deseo de ser zurdo se cierne
sobre mí
sobre el humo que mezclo con
mi sangre
humo de tu voz que penetra mi oído
y termina por reventar
mi conciencia

leo tu historia susurrando
tus pasos
y en sueños camino por
los fríos campos
que recorrías insomne antes
de subir al tablado
a llorar baladas tercas y
oscuras

la gente solo contempla
cómo vives
aplauden mientras te desangras
en versos musicales
y ya no hay razón
para seguir

Pongo play y en seguida suena:
“My girl, my girl,
Don´t lie to me
Tell me where did you sleep
last night?”

Y bang!
...terminaste por volarte la cabeza.

domingo, 16 de octubre de 2016

LOS JUGUETES DE MI VIDA

Uno.

En la tierra de mi abuelo el aire es de color verde claro. Llega junio y es cuando los vientos orientales corren más que lo acostumbrado y todos los niños pequeños, en un derroche de felicidad y energía, le sacan ventaja a la naturaleza y salen a volar sus coloridas cometas, en desorden, descalzos y enloquecidos, con la única ilusión divertida de alcanzar el cielo con aquellas frágiles navecillas, hechas de bolsa plástica y un par de palitos de caña en forma de cruz. Mi abuelito Pancho ha nacido en este lugar hace más de setenta años. Su papá, que también se llamaba Pancho, nunca le hizo una cometa.
-Mi padre era un hombre callado-, dice el viejo, pelando impecablemente una naranja con su filosa navaja. -Él nunca aprendió a leer-, continua. -No había escuela en su pueblo cuando él era muchacho-
Devora sediento su naranja y con la misma navaja que sostiene, pule finamente las varitas de caña brava, que luego cruzadas serán el esqueleto de mi cometa. Mi abuelito tiene los dedos anchos, pero es fino para atar el frágil armazón de la nave. Lo hace muy rápido. Yo lo observo con ojos curiosos. Mi abuelo camina encorvado, con parsimonia, tomadas las manos hacia atrás, como sosteniéndose para no caer.
-Vamos, está lista tu cometa-, exclama mi abuelito. Salimos entonces y en el camino tomo su mano callosa pero cálida. Él me sostiene con seguridad, siento que me protege, que nada me puede dañar. Pienso que, tan alto como vuele mi cometa, así podré soñar.
- Vuela mi cometa allá a lo lejos, como colgada de una nube. Es como un ave salvaje, se bambolea de a ratos con un ventarrón celeste. No se cae nunca mi cometa, es mi nave indestructible. Vuela mi cometa y planea su cruzado pecho sobre el barranco. La sobrevuelan tijerachupas y pihuichos. Flota libre y soberbia sobre los árboles oscuros y los pozos -.
Mi abuelo Pancho sabe ver la hora mirando al sol. No mirándolo directamente, claro está, porque le duele. A veces ni siquiera levanta la cabeza, tiene ya esa percepción totalmente entrenada, como si hubiera sido de tal modo toda su vida.
Después de un largo rato, pero para mí imperceptible: –Volvamos ya a la casa-, me dice, girando su cabeza hacia donde se pone el sol. Usa su mano como visera para atenuar el brillo rojizo de la tarde. Humedece su dedo índice en la lengua, levanta su brazo como para alcanzar un arrebato de brisa.
– Pronto va a llover-, dice con voz lacónica, al tiempo que se pone de pie. -¡Pero abuelito!, el sol está todavía fuerte, un ratito más, mira mi cometa cómo vuela, ¡mira abuelito, cómo se eleva!-, le digo con voz quejosa, decepcionado. - No muchacho, el aire está corriendo con fuerza, estoy seguro que va a llover -.
Me tomo unos minutos, vivo con emoción esos instantes de alegría mientras hago bailar a mi nave en el cielo de la punta. No deseo volver a casa todavía, quiero seguir observando sus giros, su danza con las nubes suaves de fondo. Me apresuro en enrollar el hilo que ahora es muy extenso. Giro mis brazos varias veces. Mi cometa comienza a abandonar el cielo. Cabecea, se inquieta, se arremolina. Continúo girando mis brazos, ya falta poco para llegar. ¡Pero un segundo!, ¡qué pasa, mi cometa no se mueve!. ¡No, el hilo se ha roto!, ¡mi cometa!, ¡mi cometa!, mi amada cometa, sin hilo ni motor, cae lentamente, como despidiéndose, hacia el fondo del barranco. Comienzo a sollozar bajito, no quiero que mi abuelito se fije en mi pena. -¡Se rompió el hilo y se perdió mi cometa!-, dije con el ánimo quebrado. Mi abuelito, casi sin poder, se puso de cuclillas, como intentando igualar mi pequeñez:
- No importa muchacho, vamos a casa que ya es tarde. Mañana haremos una nueva cometa-, me dice sonriendo. Me acaricia suavemente la cabeza.
El sol aún no se ha ocultado, pero ya asoma un aura oscura sobre la piel de las hojas. Las personas que andan por las calles regresan a sus casas. Guardan con prisa sus granos de café y cacao puestos a secar bajo el sol. Ponen sus bicicletas y vendimias a buen recaudo. Ocultan sus bancas y poltronas. Cierran media puerta, se apoyan allí como en una barra y esperan. Mi abuelito y yo a casi llegamos a la casa. Las primeras gotas de lluvia han comenzado a caer.

Dos
-Le hago frente como hombrecito a todos los monstruos que viven en mi huerta. Me defiendo cuando ellos me atacan en las noches de insomnio, cuando lentamente, intentan sorprenderme y atemorizarme. Envalentonado escucho los ruidos extraños de la noche, me protejo de su amenaza, No les temo porque mi abuelo Pancho está aquí para protegerme-.
Mi abuelito Pancho camina diez calles para llegar al mercado. Se acomoda el lloque desteñido, observa su opaco reloj plateado, mide los minutos pasado las seis, sostiene su bolsa y pega la lenta caminata, siempre por el lado derecho de la calle, hasta llegar a los pequeños puestos de panes y biscochos. Va silbando, caminando por entre las mesas, tonadas de vals y de bolero. Recuerda quizá alguna antigua serenata, pues sonríe. Lleva consigo el centavo justo y va a ganador en el regateo. Compra toda cosa de comer, principalmente, plátanos verdes, frejol puspo, maicito para los pollos. Y esta mañana se siente diferente. Mi abuelito se ve fresco y risueño. Me habla con una naturalidad infrecuente, pues me ha preguntado qué quiero que él me compre. – Cómprame una liga, por favor abuelito-, exclamo con júbilo.
Paga un sol de oro por una luminosa liga verde. La estira como para notar su fuerza y medir su probable alcance. Su mirada cruza sus anteojos prístinos, la sostiene sobre mí y expresa:
-Esto es el mejor juguete que puedes tener, pues es más que sólo un juguete. Ahora te enseñaré como usarlo-.
Caminamos por todos los senderos y pasadizos del mercado. Compra medio atado chancaca, pan de casa, queso mantecoso. Le dice al carnicero, que es su viejo casero, le prepare un kilo de los mejores huesos de res y tres cuartos del más fino mondongo. No compra café molido ni misto. Una señora morena, vendedora de ricos chocolates caseros, le dice piropos tiernos al abuelo. -Tiene los ojos verdes y profundos-, dice ella, mientras manipula sus insumos y los entrega sin precio, todo mientras se sonríen mutuamente. -No le digas nada a tu abuela-, replica el viejo.
Antes de regresar a casa, me lleva para que me tome un jugo de papaya, guinea y leche. Él no toma, solo mira. Dice que la leche le da diarreas. Prefiere chupar dos naranjas de desayuno y dos después del almuerzo. Jamás vi a mi abuelo comer otra fruta diferente.
Ahora sí que debemos volver y para ello tomamos el jirón que desemboca en la calle derecha. A veces vamos por Recodo, pero la calle derecha tiene esas veredas altas por las que uno camina como elevado. Así, con buen ritmo en nuestro paso, llegamos a la plazuela, a donde volveré más tarde para jugar dos al arco con mis amigos. De pronto, el zaguán, la casita coloreada con cal y los zócalos con arcilla. Las coloniales tejas rojas traídas de alguna fortaleza antigua.
Minutos más tarde, mi abuelo me conduce hacia el espacio que se extiende detrás de nuestra casa. Una inmensa huerta llena de plantas mágicas y generosos árboles cargados de frutas maduras: paltas, sangre de grado, bombonaje, caimito, sacha chope, mandarina, zapote y, como no, doce maravillosos árboles totalmente cargados con las más dulces naranjas de la zona. Allí, cobijados por la fresca sombra de una mañana de cualquier estación, mi abuelo Pancho me sienta a observar con detalle, la forma cómo construye con destreza, el mejor balador que alguna vez mis ojitos hayan podido contemplar. Prontamente saca una horquilla, pulida y recia, que antes fue puesta a secar sostenida a media altura sobre un fogón, atada de sus extremos para recrear la forma de unos cuernos, de curvatura tan precisa que potenciaba el poder de su centro mira. Brillaba, era bonita. –Si no los haces de naranja los haces de guayaba- aconseja mi abuelo, mientras ajusta un extremo de la liga a una de las puntas de la horquilla. Mi abuelo tiene los dedos anchos y resecos, pero maniobra los hilos del balador, casi sin respirar, con una prolijidad que sorprende. Pareciera que el tiempo se detiene mientras él, con elegancia natural y primitiva, básicamente humana, le va prodigando sus finos detalles.
- ¡Listo, vamos a probarlo! .
Desde aquel día, la intensidad y emoción de nuestras vacaciones cambiaron para siempre. ¡Qué más se puede pedir, si ahora andamos armados!. Todos los niños cazadores de mi tierra, salimos por las tardes en búsqueda de aquella infinita diversión que solamente nos otorga, liquidar de un solo baladorazo, a una paloma torcaza, o de varios, a una chozna. Los niños de este barrio somos los dioses todopoderosos de las casas abandonadas, los terrenos baldíos, los barrancos y las ricas huertas de los vecinos, a donde nos metemos sin permiso, tan solo con abrir sus endebles cercos. Allí, sigilosos, desde adentro es cuando damos el zarpazo. Pobres avecitas de toda laya que acuden a sondear los cuidados jardines de doña Aurora, mueren casi estallando, decapitados por tremendo piedrazo. ¡Pum!, ¡pájaro al suelo!.
Mis amigos y yo llevamos nuestras ligas colgadas en el pecho en señal de que todo está bajo control, pues no olviden que andamos armados. Y en la bolsa, municiones esféricas de greda naranja. Somos un comando de élite, entrenados a la mala por los más pendejos en las hondas zanjas del arenal de Lluyllucucha, por Fachín, yendo hacia Azungue, bajando por Lachi. No importa en absoluto si nos quema el mal arco. Comemos tierra parda con fiereza y orgullo, calmamos nuestra sed bebiendo cualquier agua. Tenemos precisión en el disparo a distancia. Nos arrastramos sobre las madreselvas sin remordimientos. Hacemos el dos en un hueco que cavamos con la uñas y al terminar, como hace el gato, lo tapamos. Somos los más bravos guerreros, como los rangers y los vaqueros. Hemos derrotado a muchos sapos y shapingos invisibles combatiendo cuerpo a cuerpo. Corremos en varias velocidades, por la pampa, por la pesada arena, por las rutas soledosas que llevan agua. Damos brincos frenéticos, asesinamos chicharras. Esquivamos, a la carrera, los espinosos brazos de la zarzamora. La grama filosa nos ataca con sus largas hojas y, finalmente, subimos a los árboles para visitar a los monos, como las huevas, porque somos los más veloces del bosque. Todos los niños cazadores de mi tierra nos vamos a nadar al viejo Indañe. Allí aprendemos a ser hombres tragando litros y litros de agua, la crecida sobre el puente, esquivando cardúmenes de carachamas, llenando el buche de aire para hundirnos a buscar la alucinante idea de algún tesoro. Los niños cazadores de esta parte del mundo, después de explorar hasta los límites del bosque oculto, volvemos todos a casa, caminando ligero, para alcanzar la merienda. Mamita sirve panatela con roscas tostadas y nosotros ya hemos asegurado nuestras armas.
Mañana volveremos a confundirnos entre el verde follaje y el pantano. El universo del gran barranco será nuestro sabio reino. Y entonces lo haremos todo de nuevo.
Tres
En medio de un copioso almuerzo, servido con orden en platos de fierro enlozado, llenos con la dulzura del arroz baleado y el murmullo salado de las mojaras que hirvieron en su propia sustancia, sin agallas ni escamas, nos acompañan en la mesa dos recios peones partidores de leña, que inquietos resoplan y regurgitan antes de aplacar su apetito, sedientos de sopa, hambrientos de carne, trituradores de huesos imposibles. Mi abuelito fue desde siempre un hábil simplón, que hacía regocijar a la mesa con alguna ocurrencia y después la risa incontenible. Luego de sorber su último trago de chicha macho, se incorpora mi abuelo y agradece. - ¡Gracias con todos!-, dice. - ¡Provecho don Panchito!-, responden ellos. Coge su machete, lo sostiene colocando las manos hacia atrás, como intentado no caerse y se retira hacia el traspatio.
Colocándose en posición de cuclillas frente a una inmensa roca plana, comienza mi abuelo a afilar la temible hoja su acerado machete. De a ratos sumerge la hoja caliente y filosa en un gran pate con agua. Roza con sus dedos el extremo cortante. Se corta a medias. Ya está listo. A medida que avanza por medio de la plantas de colores, va revelándome con la paciencia de un sabio naturalista, los misteriosos beneficios del ojé, la malva buena y el azafrán. Acto seguido, corta de unos cuantos machetazos el tallo suave de una guayaba y lo arrastra hasta un lugar sin sol bajo el bombonaje. Allí permanecemos secos mientras una breve garúa, de esas que caen por distracción, solo alcanza a lavar las hojas externas de los árboles, para luego dar paso a un bello arcoíris. La huerta del abuelo es un reducto de prodigios, un jardín de fabulosos secretos y una fortaleza inexpugnable. Cuando él ingresa a este onírico lugar que son sus dominios, nadie entra y nadie sale.
-Ahora sabrás cómo se hace un trompo-, dice decidido mi abuelo. Me observa con detenimiento y puede notar la emoción vívida en mis ojos. Yo, que solo doy brincos de excitación, grito y grito:
- ¡No puedo esperar más abuelito, quiero ver cómo haces un trompo!-.
Usa un tronco seco de asiento e inclina su figura sobre otro tronco, menos seco éste, para apoyar el golpeteo continuo de los cortes. Y casi como quien le saca punta a un lápiz, va cortando y pelando, lámina por lamina, un extremo de aquel palo hasta hacerlo puntiagudo. Luego de ello, separa limpiamente el extremo trabajado que ahora se ve como un pequeño cono. El viejo avanza su labor y no deja de silbar. Y yo, que ya tengo la imaginación desbordada por aquel maravilloso objeto, no puedo esperar para hacerlo girar y bailar, en el ramadón, en la calle, el pedregoso patio de la escuela. Extrae ahora su navaja de siempre dejando el machete a un costado. Le hace pequeños detalles al trompo, lo pule, lo deja exacto en sus contornos y dimensiones. Recoge un clavo de exacto espesor y lo asienta contra una roca. De un certero golpe con el lomo del machete, deja un surco en el metal para luego romperlo manualmente. Con unos cuantos martillazos apuntala el trozo de clavo, duro y seguro. Afila la punta sobre una piedra casi recreando chispas, levanta el trompo al aire, como quien ofrece un sacrifico al sol y dice:
- Ahí tienes, un trompo nuevo hijo. Busquemos ahora un cordel para hacerlo bailar-.
-Baila mi trompo, gira mi trompo sin cesar. Vuela por los aires y agita su fina cola. Danza con la musical algarabía de los niños, que juegan la picushqueada sin que lo impidan la lluvia o la hojarasca estival. Invento un acto, un sorprendente malabar, de hacer bailar el trompo sobre mi mano, sin parar, una y otra vez-.
Cae la tarde. Nos aturde el canto de las chicharras y todavía hacemos bailar nuestros trompos en un círculo dibujado en esta calle de nuestro barrio. Mi abuelo se sienta al costado del portón, por ratos dormita pero no me pierde de vista de ningún modo. Disimula algunas tristezas, chupa una naranja para darle sabor agridulce a su tarde. No obstante me anima a seguir en el juego y en el disfrute puro de la vida, mientras observa sereno y reconfortado, mi luminosa felicidad.
Colofón
Una opaca fotografía mal escaneada en el monitor propone la nostalgia con la que rehago en mi memoria los maravillosos días de una infancia imposibles de olvidar, los amigos del barrio, los juegos inventados, los juguetes simples e improvisados, las ale-grías y penas de esos días. 30 años después y antes de abordar un avión para irnos de vacaciones a mi querida tierra, mi hijo me pregunta si podemos llevar sus juguetes electrónicos, la tablet y la consola de videojuegos. Yo le insisto que no es necesario cargar con ellos. A duras penas lo convenzo de mis improbables habilidades para ha-cerle a él los juguetes que me hizo mi abuelo. Le digo que haremos extensas camina-das por las pampas, muy cerca de río, y que luego pescaremos bagres y mojaras en alguna rivera sosegada. Le muestro con gestos exagerados la dimensión de los barran-cos y el color del cielo después de la lluvia. Le digo sobre el verdor de las plantas, la pureza del aire y del agua, la generosidad y alegría de la gente. Entre tantas cosas le prometo que nunca se arrepentirá de conocer la tierra maravillosa de sus bisabuelos y el legado especial que nos dejaron. Poca idea tengo de cómo comenzaré la elaboración de aquellos artefactos, si mi memoria permanece desordenada con tantas inquietudes y emociones. Confiaré en que mis manos sean dignas y sepan cumplir con diligencia y, con suerte, mi hijo también aprenderá a hacer las mismas maravillas y vivirá la genuina experiencia de un niño jugando con la misma naturaleza.

SIN HÉROES (Cuento)


Una bala rozó su muslo derecho y le arrancó un trozo de carne. Sintió una presión caliente, como si alguien hubiera apagado un cigarrillo contra su piel. Agazapado contra el suelo entre ramas y hojas, tensando los dientes, adolorido, rastrilló su pistola de reglamento y casi sin ver disparó en dirección a los destellos de los cañones enemigos, y así continuó el suboficial Rodríguez, disparando sin cesar hasta agotar todos sus tiros. Guillermo Góngora, su amigo desde la infancia, el mejor de toda la promoció 94 de la escuela de Policía, yacía trémulo a unos cuantos metros, desangrándose por una herida de bala a la altura del cuello. 
Al cabo de unos tensos minutos que parecían eternos, Rodríguez escuchó un ruido de camionetas avanzando por la selva, acompañado de lo que parecían ser gritos y disparos a discreción hacia unos matorrales que ardían a medias. ‘Allí vienen los refuerzos’, pensó. ‘Te sacare de aquí cumpita’, continuó. El estruendo ocasionado por el convoy de camionetas de la Policía, apuró la huida de los sediciosos a través de un bosque oscuro e intimidante. Mientras tanto Rodríguez, con una honda herida bala, le sangraba tanto la pierna que de pronto comenzó a agitarse y sentir escalofríos. Aun así se esforzó y arrastrándose llegó hasta donde agonizante permanecía Guillermo, tumbado boca arriba y con los ojos bien abiertos, perplejos en un pesado terror que esa noche alcanzaría a ver por última vez. ‘No te mueras primo’, le suplicó, mientras intentaba levantarle la cabeza para que pudiera respirar. Y se llenó de horror cuando alcanzó a ver que, no solo el cuello le sangraba sino que también una bala infame le había perforado el pecho haciendo añicos la periferia de su esternón. ‘Tranquilo primo, ya se terminó’, le dijo con tristeza y tomó una de sus manos que ya comenzaban a enfriarse. Entonces la mano de Guillermo ya no apretaba, su pulso se había detenido, ya no respiraba. ‘Perdóname hermano’, balbuceó Rodríguez mientras lloraba y apoyaba su cabeza sobre la de su abatido amigo para reconfortarse en algo de aquel inmenso dolor. Cuando el líder de la patrulla de apoyo irrumpió con sus hombres en la base policial en ruinas, Guillermo estaba muerto y Rodríguez que estaba en shock por la sangre que manaba de su pierna ya había teñido en el suelo una estremecedora alfombra roja. 
Rodríguez despertó en un lugar que de primera impresión no reconoció como familiar. ‘Fue solo un sueño’, dijo para sí y respiró hondo. De pronto, una punzada dolorosa lo trajo desde su delirio y le hizo abrir los ojos duramente. Reconoció al momento los ruidos y olores de una sala de hospital. Él mismo estaba en una cama, rodeado de monitores, con un cable de oxígeno pegado a en la nariz, con electrodos cardiacos en el pecho y una incómoda vía por cuya manguera le inoculaban un espeso suero directo a la vena. ¡Que dolor!, gimió cuando comenzó pasar el efecto de la anestesia. Trató de incorporarse apoyándose con sus brazos todavía débiles. Sentía un entumecimiento de la cintura para abajo, hasta que se dio cuenta que algo en sus piernas habían cambiado. ¡No, mi pierna no!, se lamentó con lágrimas al ver que le habían amputado toda la pierna derecha. 
Una enfermera se percató del hecho y dio aviso al médico de turno. Ambos ingresaron a la habitación y poniendo en práctica un protocolo asistido con sedantes, lograron que Rodríguez volviera a acostarse. ‘¿Qué le pasó a mi pierna, doctor?’, preguntó consternado exigiendo alguna explicación. ‘Lo lamento amigo, demoraron dos días en traerlo desde el lugar del enfrentamiento debido al mal tiempo. Cuando usted llegó la gangrena ya había avanzado; no tuvimos más opción que cortar para salvarle la vida’. ‘¿Y Guilllermo?, preguntó nerviosamente al doctor. ‘¿Cuál Guillermo?’, le respondió sorprendido el galeno. Pero continuó, ‘Ah, ya recuerdo, el suboficial Góngora. Lo lamento amigo, su colega falleció y ya es héroe de la Policía Nacional del Perú, hace tres días que lo sepultaron con su respectivo ascenso póstumo y todos los honores de un caído en acción’. Cada palabra que salía de la boca del médico, para Rodríguez eran balas arteras que esta vez le perforaban el alma. Después de eso se quedó llorando silenciosamente tanto que humedeció su almohada. Antes de retirarse de la habitación, la enfermera se acercó hacia él y le dijo: ‘Ya le avisamos a su mamá, no debe tardar en llegar’. Disminuido por el efecto del sedante, Rodríguez se quedó dormido.
Laura, su madre, llegó a la ciudad un domingo por la tarde y de inmediato se dirigió hacia el hospital para ver su hijo. Cuando entró a la habitación pudo ver su muchacho parado en un pié, sostenido por unas raídas muletas, mirando a través de un ventanal hacia un patio donde algunos niños corrían y se divertían. ‘¡Hijo mío, estás vivo! ¡Bendito sea nuestro Señor Jesucristo!’, dijo su madre y se acercó hacia él para intentar abrazarlo. Rodríguez, casi sin mirarla de frente porque tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, abrazó también a su madre y se quedó un momento sintiéndola, frágil y temerosa, entre sus brazos. ‘No he venido sola,’ dijo de improviso su madre. ‘Alguien que siempre estuvo pendiente de ti mientras estabas lejos en el servicio quiso venir a verte’. Entonces Rodríguez volteó la cabeza hacia la puerta del cuarto y vio con incómoda sorpresa, cómo la chica que durante años fue la más popular y bonita del colegio y del barrio, estaba allí de pie, en la entrada de ese cuarto de hospital, mirándolo fijamente con grandes ojos de condescendencia. ‘Hola, espero que no te moleste que haya venido con tu mamá. Lamento mucho lo que pasó, sé lo que estás pasando y solo quiero ayudarte,’ Fueron las palabras de la joven Frida mientras avanzaba hacia él para procurar abrazarlo. Sin otra convicción que la de permanecer resignado, Rodríguez se desplazó hacia donde estaba su cama y allí se acomodó con cierta vergüenza que le provocaba su mutilación. Cogió una sábana de su costado y se cubrió. ‘Yo también debí morir allá en la base, junto a mi promoción Guillermo. Ahora tengo que regresar a casa lisiado, incompleto y no sé qué hacer’, dijo Rodríguez sin siquiera dejar de mirar a un punto fijo perdido en los ventanales. ‘No digas eso hijito, nosotras te cuidaremos,’ le dijo su mamá con talante positivo. ‘Sí, te apoyaremos en todo,’ añadió Frida con voz de consuelo. En ese instante entró el médico a la habitación y les comunicó a todos el alta clínica. Amigo Rodríguez, mañana lunes luego de llenar unos formatos y recoger sus medicinas podrá regresar a su casa, le deseo suerte. Tomó algunas notas en su libreta y sonriendo a las damas se retiró. Esa última noche Rodríguez no pudo dormir. Se angustió pensando es su mutilación, en el rechazo y el qué dirán. “Solo están conmigo por compasión”, pensó con dureza. Su madre y Frida, dormían acomodadas con dificultad en unas angostas bancas, a merced de los insaciables zancudos de la selva del Huallaga.
Al día siguiente, después del desayuno, abandonaron el hospital rumbo al terminal de buses y sin demoras allí abordaron uno que los llevaría de regreso a su terruño. Durante el viaje, Frida y su madre le iban contando lo sucedido en casa desde el ataque; como las reacciones y preocupación de la familia y amigos, la pena profunda por la muerte de Guillermo y el orgullo de que ahora sea un héroe de la patria. Le contaron sobre la jugosa indemnización que iba a recibir la familia de su amigo caído y que también él, llegado el momento y después de los trámites de ley, recibiría como compensación por haberse sacrificado en un combate y quedar discapacitado.
Ya de vuelta en casa, el suboficial Rodríguez fue notificado por su comando, con una fría resolución donde le comunicaban, para su desgracia, su baja definitiva del servicio policial en el que había trabajado durante esos últimos seis años de su vida. En dicho documento se señalaba, entre otras calamidades, que fue una terrible negligencia la que originó la pérdida de su base en la montaña, al permanecer distraídos fuera de sus puestos de vigilancia, lo que impidió que detectaran a los intrusos y dieran aviso oportuno por radio para pudieran ser neutralizados mediante ataque sorpresa. Aunque también se precisaba que sólo él fue negligente, pues su amigo tenía otras responsabilidades. Ahora Rodríguez sentía que el mundo se le venía encima. Había quedado lisiado, desplazándose a duras penas en una silla de ruedas prestada, pues la que le prometió su institución aún no le podían entregar por problemas con los trámites y esa humillante resolución de baja. Durante días trató de entrevistarse con el coronel en jefe para que éste le apoyase, pero fue inútil. Habló con otros oficiales de menor rango, con brigadieres y con otros subalternos superiores para que lo ayudaran, pero todos le decían que solo harían una colecta entre los colegas y que hiciera nomas su pollada bailable, que todos le comprarían un ticket. Al terminar las extenuantes jornadas donde sus pedidos eran rechazados y sus súplicas no conmovían ni al más piadoso, extenuado y adolorido, regresaba a casa
Los días en la ciudad pasaron y el ahora exsuboficial Rodríguez aún continuaba esperando alguna respuesta a sus pedidos y reclamos. La simpática Frida ofreció su ayuda para repartir sus cartas y solicitudes pero ninguna de ella había tenido contestación. Su madre solo atinaba a consolarle y a rezar. Rodríguez, que había permanecido en casa sin salir durante las últimas dos semanas, presentaba ya varios síntomas visibles de deterioro físico y mental. Se notaba que ni su peso ni su semblante tenían apariencia saludable. Pronto comenzó a rechazar la comida y a permanecer sin decir nada durante horas, con la mirada perdida en un punto fijo de alguna parte, como buscando en su mente una ruta para escapar de su dolor. 
Esa mañana Rodríguez se quedó solo en su cuarto mientras su mamá salió hacia el mercado. Sin nadie en casa, saltando en un pié y arrimándose en las paredes, pudo acercarse hacia la mesita donde estaba la radio en silencio. La encendió y subió el volumen. Se acomodó en una silla y revisó unas fotografías sueltas que estaban en su mesa. ‘¿Por qué esa bala no me mató a mí?’, se cuestionó, desconsolado al observar sus fotos de niñez y juventud con el cuerpo completo. Allí vio una fotografía que se tomó con Guillermo, ambos con la mirada clara y el rostro risueño en una tarde de verano en la playa del río Mayo. ‘Te extraño un culo cumpita’, susurró para sí. Guardó las fotos. Luego se inclinó bajo la mesa y jaló una caja en cuyo interior había algunos cables y sogas. ‘Pronto estaremos juntos’, dijo sin dar tregua a sus temores y alzó la vista para mirar través de la ventana y así encontrar, tal vez, un destino más digno en el más allá. 
Cuando doña Laura regresó de sus compras se dirigió al cuarto del convaleciente para alcanzarle una fruta. Asustada y a gritos tuvo que empujar la puerta con fuerza para destrabarla. Al ingresar, atónita y horrorizada encontró a su hijo muerto, colgado de un cable atado a una viga, que solo Dios sabe cómo pudo haberlo hecho. En la mesa había una carta escrita con una caligrafía nerviosa y fatal donde se podía leer: ‘Yo nunca seré un héroe, mamá’.

ORQUÍDEA NEGRA


¿Por qué creces sobre
la sucia superficie 
de los bosques,
entre las hojas 
agrias y húmedas 
donde la luz 
no alcanza?
¿por qué te abres 
sin pudor 
a la lasciva voluntad 
del hombre,
que oprime sin vergüenza 
tu lecho 
y extingue tu llama?

Solo las lluvias de noviembre 
lavan con solvencia 
tus espinas malas,
colman tu piel 
de inquieta penumbra, 
y te hace brillar 
para adentro
como una tumba 
luminosa y sagrada.
surgen ahora del mundo 
que de alegre no tiene nada 
incómodos colores sin fin 
ni orden – también sin alma –
con intenciones de matarte.

¿Por qué entonces me miras
con tus ojos negros y soledosos,
cuando al caer la tormenta
sobre las fauces de este bosque,
podrías ser al fin de todo
la más hermosa y mortal
de todas las flores?

GRACIAS BOB DYLAN

 Hace exactamente diez años, Patricia, quien en breve se convertiría en mi enamorada, conoció por primera vez Bob Dylan.
Sin tener clara la idea de cómo decirle que ella me gustaba, resolví muy a mi estilo que tenía que escribirle un poema. Para hacerlo no elegí un papel en blanco ni tampoco fue un poema tipeado, sino que, pensando en demostrarle la profundidad de mis sentimientos, decidí escribirlo a mano, dibujando cada letra, ordenando cada verso, para que brillaran y me hicieran brillar ante sus ojos.
Entonces, de mis papeles desordenados, cogí una hoja con la imagen fotocopiada de gran Bob Dylan, y en la cara en blanco, comencé a escribirlo. Días después ella lo encontró en su área de trabajo donde yo lo había dejado furtivamente como para sorprenderla, después conversamos de ello con emocionante recelo, pero sobre todo fue un pretexto para hablar de poesía y, por supuesto, de aquella fotografía en blanco y negro, con un joven Bob Dylan vestido de prendas albas, con un sombrero claro, sentado en la puerta de lo que parecía ser un rústico vehículo, sosteniendo una guitarra en la cual se apoya con mucho estilo.
Ese fue un inicio claro de esta historia.
Como es de suponer, juntos comenzamos a escuchar sus canciones, cuyas letras en inglés intentaba traducirlas para ella, resumiéndole de alguna forma el mensaje poético elemental de cada una.
Aunque por mucho tiempo, en los salones de críticos y escritores, corrió el vago rumor de que Bob Dylan ganaría alguna vez el Premio Nobel de Literatura, para estos años del futuro en que vivimos, ya ni siquiera se podía imaginarlo.
Esta mañana del 13 de Octubre de 2016, en el que Paty y yo celebramos con bombardas, serpentinas y muchísimo amor, nuestra primera década juntos, nos enteramos sorprendidos que, aquel conveniente Cupido atrapado entre el color opaco de un tóner genérico y un nervioso poema de amor, ha ganado el Premio Nóbel de Literatura del presente año. Increíble, nos dijimos.
Pese a las controversias y la polémica mundial originada por este premio, queda claro que no nos equivocamos al notar grandeza y genialidad en las letras de sus canciones.Yo personalmente lo aprecio más por su poesía que por su música.
Porque estamos agradecidos y satisfechos por este gran suceso, vamos pues por otra década y más si la vida alcanza, observando con nostalgia la foto vieja de Bob Dylan, de nuevo, como volviendo a comenzar.
Feliz aniversario, mi Patricia, amor de mi vida

viernes, 14 de octubre de 2016

INOLVIDABLES AMIGOS SERAFINENSES

Por cosas de la vida que a veces uno no entiende, no me tocó estudiar en el Colegio Serafín Filomeno, aunque debo confesar que en un inicio, tuve deseos de ser un alumno en sus aulas, pues consideraba que era una institución con mucha historia.
La naturaleza tierna y preocupada de mi abuelita hizo que yo, pobremente emocionado y sin muchas opciones viables de las cuáles elegir, decidiera finalmente seguir la instrucción secundaria en el también excelente Colegio Ignacia Velásquez, más cerca de donde vivíamos en el barrio de Lluyllucucha, a menos de un cuarto de hora yendo a pie. De modo que al finalizar la primaria, varios amigos de esa edad clase 78 y 79, -junto a quienes compartí interminables y emocionantes tardes de escuela hasta fines de los 80- quizá incluso contra su voluntad como en mi caso en la Ignacia, fueron inscritos sin más en el famoso Colegio Centenario Serafín Filomeno. Así fue que la amplia collera de muchachos y muchachas del barrio se dividió en partes y dio paso a una época -problemática de por sí- de nuevos desafíos e inquietudes, solo que ya no estábamos todos juntos.
Una de mis entrañables tías, en esos mis días iniciales de colegial sin brillo ni futuro, me había dado la ignominiosa tarea diaria de barrer la amplia vereda de nuestra casa, antes incluso de desayunar mi pan con café. Todavía soñoliento y legañoso por madrugar muy a mi pesar, de pronto alcanzaba a ver cómo, de uno en uno, de dos en dos, de tres y hasta de más, iban avanzando los antiguos y nuevos alumnos serafinenses, hasta protegiéndose de la lluvia y evadiendo el fango, con el paso parejo para no llegar tarde hasta Husatilla. Imaginaba que, por lo lejos que quedaba su colegio, debían caminar por lo menos una hora. ¡Tontos estos que van por allá lejos!, susurraba para mis adentros, convencido erróneamente de estar en una situación más cómoda que ellos, pues no tenía que levantarme más temprano ni caminar tan lejos. Lo irónico de dicha situación es que, pese a la cercanía de nuestro Ignacia Velásquez, coleccioné incontables tardanzas que más de una vez me trajeron problemas. Dicho de otro modo, no alcancé en ese momento a reconocer el gran sacrificio que aquellos muchachos del Serafín hacían diligentemente.
La vida de alumno impopular de un colegio elitista -en ese tiempo- como el Ignacia Velásquez, pienso que no era diferente a la de mis coetáneos en otros centros de estudio, cada día marcados por la insufrible pubertad, la rebeldía sin causa y la parca comprensión de los adultos. Este quiebre en los hábitos cotidianos, fue reforzando en cada cual la defensa de su nuevo estatus estudiantil, casi como si fuera parte de la propia identidad, muy parecido a la emociones irracionales de un hincha futbolero. De ahí no faltó mucho para que nos diferenciáramos cada vez más y pronto, al cruzarnos por la calle, veías rostros adustos, serios y amenazantes. ¡Qué me miras enano!, me gritó un joven uniformado con insignia serafinense acercándose para intimidarme (viejísimo). Yo, imberbe primarioso y sin la talla suficiente para armarle la réplica, al notar un ralo bigote en su expresión lumpenesca, pensé que aquel señor vestido de estudiante, me alcanzaría de un salto y aplastaría mi pequeña humanidad como a una cucaracha, así que no me quedó más que salir de allí corriendo.
Por un par años no volví a caminar solo por los lugares y calles donde alumnos serafinenses, según mi apreciación, esperaban a los del Ignacia para hostilizarlos y hacerlos correr. Salvo cuando acompañaba en ocasiones a mi tía Clarita, quien por entonces trabajaba allí como maestra de Química, especialmente para presenciar las actuaciones como los del Día de la Madre y, de paso, comer como chanchito, juanecitos con maduro frito en aquel entrañable kiosko color celeste cielo, del cual hoy evoco su aroma de amable hogar de forasteros, en mi difuso recuerdo.
Pero la hora de verdad llegaba cuando, los equipos A de fútbol de ambos colegios salían a la cancha para disputar quienes eran los mejores de ese año. Para nuestros valerosos deportistas ignacinos el desafío de imponerse ante su clásico rival celeste-negro era una obsesión constante, su ardiente deseo de victoria, un mantra. Aunque todos los ignacinos -en el fondo- éramos conscientes de la superioridad del rival que, históricamente hasta ese momento, había dominado los torneos futboleros, así que había que salir a luchar con todo, acompañados con la ovación y el aliento de la tribuna. ¡Pásame I! …¡IIII!, ¡Pásame V!…¡VEEE!, ¡Qué dice! ..¡III..VEEEE!.. ¡Más fuerte! …¡IIIIII..VEEEEE!.. ¡No escucho! … ¡IV, IV, IV!.., gritábamos eufóricos saltando y cantando al ritmo de matracas, tambores y trompetas. Al otro extremo, el de los temibles rivales serafinenses, con una gran turbamulta celeste que brillaba ensordecedoramente, retumbaba los cimientos de su tribuna por el salto frenético de cientos de alumnos dispuestos a alentar a sus jugadores hasta morir. ¡SERAFÍN FILOMENO! ¡SERAFÍN FILOMENO!, cantaban sin sosiego nuestros rivales, provocadores, igualantes. Ese intercambio de mensajes de enemistad y de desafío, preparaba el camino llano para un enfrentamiento callejero a pedrada limpia, después de culminado el disputado partido, sin siquiera importar el resultado del mismo. Más o menos como contemplar sin sorprendernos a hinchas de la U y AL bronquearse hoy en día por absolutamente nada, así de ridículos nos veíamos seguramente. Terminar herido o contuso en esos enfrentamientos era como una condecoración, una medalla al valor por defender la honra y los colores del colegio. ¡Éramos jóvenes!, a veces solo queríamos pasarla bien, sin que importe quebrar las reglas.
Cuando cursaba el tercero de media, asistí sin compañía a una de esas memorables noches deportivas que se llevaban a cabo en la losa de la escuelita Juan Clímaco frente a la Plaza de Armas. Sin mencionar las incidencias deportivas de dicha velada diré que, cuando terminó todo cerca de las 11, tomé el camino del jirón Callao para volver a casa. Cuando de pronto sucedió que mientras avanzaba a paso lento, quizá absorto en pensamientos que me distrajeron, justo en inmediaciones del mercado casi me di de cara con un grupo de estudiantes serafinenses, deben haber sido más de diez, pero me miraron de pies a cabeza, se hicieron señas entre sí y de súbito alguien dijo ¡Agárrenlo!... Giré sobre mis pasos sin sentir mi peso y empecé a correr, pero pronto perdí el equilibrio y sin poder controlar mi centro de gravedad, fui a dar de bruces en el asfalto. Ahora sí estaba frito, había llegado mi hora. Entonces, de la nada apareció un muchacho mucho más fornido que yo gritando enérgicamente: ¡Déjenlo en paz carajo!, ¡Lárguense!. Mis asediadores retrocedieron dudosos, lo reconocieron de su colegio, y escupiendo al piso, decepcionados por arruinárseles su diversión de la noche, se retiraron iracundos por el mismo lugar que habían llegado.
Mi primer amigo oficial del colegio Serafín Filomeno de verdad lo hice esa noche. Charlamos de todo, de nuestros gustos e ideas, de lo fregado de esas épocas, de nuestro irregular desempeño escolar, de las chicas que soñábamos con visitar. De modo que, gracias a mi providencial amigo y salvador, pronto me sobrepuse y agarrando más seguridad en mí mismo, y terminé asistiendo con él, a los tonos serafinenses que pude sin temor de que me quitaran el único par zapatillas que poseía. En poco tiempo las cosas cambiaron y más aún cuando, a mitad del cuarto grado, aparecieron en mi aula unos angelitos uniformados que, por sabe Dios qué imperdonable travesura, habían sido expulsados del Serafín Filomeno y llegaban a instalarse en nuestra aula ignacina con su gran sonrisa, sin demostrar todavía sus emociones más oscuras. Esos compañeros exserafinenses, muchachos extraordinarios, se acoplaron al toque a nuestro grupo y con ellos por fin supe lo que ocurría en el colegio rival. Pero hay algo de lo cual me convencí en serio: de que no había razón para enfrentarnos ni ser enemigos, no importaba si asistíamos a tal o cual colegio; estábamos en las mismas, carentes de todo, arrojados a la nada, con necesidad de vivir.
Al terminar la secundaria y sin un destino claro que seguir, porfiando terminé sobreviviendo en Lima por esos años, como muchos otros jóvenes moyobambinos y de otros lados que fueron a buscar su realización personal. Allí pude comprobar que al estar alejados de nuestro pueblo, ya con prioridades diferentes, todos nosotros, sin hacer diferencias por el qué colegio secundario del que proveníamos, estábamos siempre juntos, solidarios en la ausencia de la familia, compartiendo un arroz con huevo frito y un magro pero reparador café instantáneo. Todavía me relamo y recuerdo cuando a alguno –que no fui yo- le llegaba su encomienda de cecina, relleno, suspiro, ñeque, confite de maní, maní molido, japonés y rosquitas, el ágape era de todos por igual.
Hoy que en mi centro de labores trabajo rodeado con exalumnos serafinenses la mayoría de ellos, mis colegas me han contado melancólicos, de a ratos con voz quebrada, anécdotas increíbles de sus tiempos como estudiantes, en los extintos pasillos y aulas del viejo colegio Serafín. Juro que he visto humedecer sus ojos.

Cuando pensé en escribir estas líneas en honor a tan importante colegio, no quise hacer una crónica biográfica de su ilustre fundador ni de los que acompañaron en tan importante gesta inaugural allá por la lejana octubre de 1889. Tampoco pensé elaborar un discurso culturoso hablando de la educación en el Perú que de sobra sabemos cómo anda, y de eso ya todos estamos hartos; sino que por el contrario quise expresarme con el corazón y de forma más personal. Escribir sobre la larga y brillante trayectoria de una institución tan grande da de lleno para tomos y tomos de libros, pero eso de seguro, será parte de otro proyecto y de otra historia.
Para finalizar, de parte de un desconocido pero sincero exalumno ignacino, un abrazo grande en este nuevo aniversario, a todos mis amigos y héroes inolvidables del Glorioso Colegio Centenario Serafín Filomeno; ustedes sí son emblemáticos y lo serán para siempre.

Moyobamba, Octubre de 2016.


ALCANFORES PAGANOS

 Desde aquella lejana noche de mi infancia en que embriagué con sobras de tragos y cervezas yo ya no soy el mismo ser humano que contempla s...