domingo, 16 de octubre de 2016

LOS JUGUETES DE MI VIDA

Uno.

En la tierra de mi abuelo el aire es de color verde claro. Llega junio y es cuando los vientos orientales corren más que lo acostumbrado y todos los niños pequeños, en un derroche de felicidad y energía, le sacan ventaja a la naturaleza y salen a volar sus coloridas cometas, en desorden, descalzos y enloquecidos, con la única ilusión divertida de alcanzar el cielo con aquellas frágiles navecillas, hechas de bolsa plástica y un par de palitos de caña en forma de cruz. Mi abuelito Pancho ha nacido en este lugar hace más de setenta años. Su papá, que también se llamaba Pancho, nunca le hizo una cometa.
-Mi padre era un hombre callado-, dice el viejo, pelando impecablemente una naranja con su filosa navaja. -Él nunca aprendió a leer-, continua. -No había escuela en su pueblo cuando él era muchacho-
Devora sediento su naranja y con la misma navaja que sostiene, pule finamente las varitas de caña brava, que luego cruzadas serán el esqueleto de mi cometa. Mi abuelito tiene los dedos anchos, pero es fino para atar el frágil armazón de la nave. Lo hace muy rápido. Yo lo observo con ojos curiosos. Mi abuelo camina encorvado, con parsimonia, tomadas las manos hacia atrás, como sosteniéndose para no caer.
-Vamos, está lista tu cometa-, exclama mi abuelito. Salimos entonces y en el camino tomo su mano callosa pero cálida. Él me sostiene con seguridad, siento que me protege, que nada me puede dañar. Pienso que, tan alto como vuele mi cometa, así podré soñar.
- Vuela mi cometa allá a lo lejos, como colgada de una nube. Es como un ave salvaje, se bambolea de a ratos con un ventarrón celeste. No se cae nunca mi cometa, es mi nave indestructible. Vuela mi cometa y planea su cruzado pecho sobre el barranco. La sobrevuelan tijerachupas y pihuichos. Flota libre y soberbia sobre los árboles oscuros y los pozos -.
Mi abuelo Pancho sabe ver la hora mirando al sol. No mirándolo directamente, claro está, porque le duele. A veces ni siquiera levanta la cabeza, tiene ya esa percepción totalmente entrenada, como si hubiera sido de tal modo toda su vida.
Después de un largo rato, pero para mí imperceptible: –Volvamos ya a la casa-, me dice, girando su cabeza hacia donde se pone el sol. Usa su mano como visera para atenuar el brillo rojizo de la tarde. Humedece su dedo índice en la lengua, levanta su brazo como para alcanzar un arrebato de brisa.
– Pronto va a llover-, dice con voz lacónica, al tiempo que se pone de pie. -¡Pero abuelito!, el sol está todavía fuerte, un ratito más, mira mi cometa cómo vuela, ¡mira abuelito, cómo se eleva!-, le digo con voz quejosa, decepcionado. - No muchacho, el aire está corriendo con fuerza, estoy seguro que va a llover -.
Me tomo unos minutos, vivo con emoción esos instantes de alegría mientras hago bailar a mi nave en el cielo de la punta. No deseo volver a casa todavía, quiero seguir observando sus giros, su danza con las nubes suaves de fondo. Me apresuro en enrollar el hilo que ahora es muy extenso. Giro mis brazos varias veces. Mi cometa comienza a abandonar el cielo. Cabecea, se inquieta, se arremolina. Continúo girando mis brazos, ya falta poco para llegar. ¡Pero un segundo!, ¡qué pasa, mi cometa no se mueve!. ¡No, el hilo se ha roto!, ¡mi cometa!, ¡mi cometa!, mi amada cometa, sin hilo ni motor, cae lentamente, como despidiéndose, hacia el fondo del barranco. Comienzo a sollozar bajito, no quiero que mi abuelito se fije en mi pena. -¡Se rompió el hilo y se perdió mi cometa!-, dije con el ánimo quebrado. Mi abuelito, casi sin poder, se puso de cuclillas, como intentando igualar mi pequeñez:
- No importa muchacho, vamos a casa que ya es tarde. Mañana haremos una nueva cometa-, me dice sonriendo. Me acaricia suavemente la cabeza.
El sol aún no se ha ocultado, pero ya asoma un aura oscura sobre la piel de las hojas. Las personas que andan por las calles regresan a sus casas. Guardan con prisa sus granos de café y cacao puestos a secar bajo el sol. Ponen sus bicicletas y vendimias a buen recaudo. Ocultan sus bancas y poltronas. Cierran media puerta, se apoyan allí como en una barra y esperan. Mi abuelito y yo a casi llegamos a la casa. Las primeras gotas de lluvia han comenzado a caer.

Dos
-Le hago frente como hombrecito a todos los monstruos que viven en mi huerta. Me defiendo cuando ellos me atacan en las noches de insomnio, cuando lentamente, intentan sorprenderme y atemorizarme. Envalentonado escucho los ruidos extraños de la noche, me protejo de su amenaza, No les temo porque mi abuelo Pancho está aquí para protegerme-.
Mi abuelito Pancho camina diez calles para llegar al mercado. Se acomoda el lloque desteñido, observa su opaco reloj plateado, mide los minutos pasado las seis, sostiene su bolsa y pega la lenta caminata, siempre por el lado derecho de la calle, hasta llegar a los pequeños puestos de panes y biscochos. Va silbando, caminando por entre las mesas, tonadas de vals y de bolero. Recuerda quizá alguna antigua serenata, pues sonríe. Lleva consigo el centavo justo y va a ganador en el regateo. Compra toda cosa de comer, principalmente, plátanos verdes, frejol puspo, maicito para los pollos. Y esta mañana se siente diferente. Mi abuelito se ve fresco y risueño. Me habla con una naturalidad infrecuente, pues me ha preguntado qué quiero que él me compre. – Cómprame una liga, por favor abuelito-, exclamo con júbilo.
Paga un sol de oro por una luminosa liga verde. La estira como para notar su fuerza y medir su probable alcance. Su mirada cruza sus anteojos prístinos, la sostiene sobre mí y expresa:
-Esto es el mejor juguete que puedes tener, pues es más que sólo un juguete. Ahora te enseñaré como usarlo-.
Caminamos por todos los senderos y pasadizos del mercado. Compra medio atado chancaca, pan de casa, queso mantecoso. Le dice al carnicero, que es su viejo casero, le prepare un kilo de los mejores huesos de res y tres cuartos del más fino mondongo. No compra café molido ni misto. Una señora morena, vendedora de ricos chocolates caseros, le dice piropos tiernos al abuelo. -Tiene los ojos verdes y profundos-, dice ella, mientras manipula sus insumos y los entrega sin precio, todo mientras se sonríen mutuamente. -No le digas nada a tu abuela-, replica el viejo.
Antes de regresar a casa, me lleva para que me tome un jugo de papaya, guinea y leche. Él no toma, solo mira. Dice que la leche le da diarreas. Prefiere chupar dos naranjas de desayuno y dos después del almuerzo. Jamás vi a mi abuelo comer otra fruta diferente.
Ahora sí que debemos volver y para ello tomamos el jirón que desemboca en la calle derecha. A veces vamos por Recodo, pero la calle derecha tiene esas veredas altas por las que uno camina como elevado. Así, con buen ritmo en nuestro paso, llegamos a la plazuela, a donde volveré más tarde para jugar dos al arco con mis amigos. De pronto, el zaguán, la casita coloreada con cal y los zócalos con arcilla. Las coloniales tejas rojas traídas de alguna fortaleza antigua.
Minutos más tarde, mi abuelo me conduce hacia el espacio que se extiende detrás de nuestra casa. Una inmensa huerta llena de plantas mágicas y generosos árboles cargados de frutas maduras: paltas, sangre de grado, bombonaje, caimito, sacha chope, mandarina, zapote y, como no, doce maravillosos árboles totalmente cargados con las más dulces naranjas de la zona. Allí, cobijados por la fresca sombra de una mañana de cualquier estación, mi abuelo Pancho me sienta a observar con detalle, la forma cómo construye con destreza, el mejor balador que alguna vez mis ojitos hayan podido contemplar. Prontamente saca una horquilla, pulida y recia, que antes fue puesta a secar sostenida a media altura sobre un fogón, atada de sus extremos para recrear la forma de unos cuernos, de curvatura tan precisa que potenciaba el poder de su centro mira. Brillaba, era bonita. –Si no los haces de naranja los haces de guayaba- aconseja mi abuelo, mientras ajusta un extremo de la liga a una de las puntas de la horquilla. Mi abuelo tiene los dedos anchos y resecos, pero maniobra los hilos del balador, casi sin respirar, con una prolijidad que sorprende. Pareciera que el tiempo se detiene mientras él, con elegancia natural y primitiva, básicamente humana, le va prodigando sus finos detalles.
- ¡Listo, vamos a probarlo! .
Desde aquel día, la intensidad y emoción de nuestras vacaciones cambiaron para siempre. ¡Qué más se puede pedir, si ahora andamos armados!. Todos los niños cazadores de mi tierra, salimos por las tardes en búsqueda de aquella infinita diversión que solamente nos otorga, liquidar de un solo baladorazo, a una paloma torcaza, o de varios, a una chozna. Los niños de este barrio somos los dioses todopoderosos de las casas abandonadas, los terrenos baldíos, los barrancos y las ricas huertas de los vecinos, a donde nos metemos sin permiso, tan solo con abrir sus endebles cercos. Allí, sigilosos, desde adentro es cuando damos el zarpazo. Pobres avecitas de toda laya que acuden a sondear los cuidados jardines de doña Aurora, mueren casi estallando, decapitados por tremendo piedrazo. ¡Pum!, ¡pájaro al suelo!.
Mis amigos y yo llevamos nuestras ligas colgadas en el pecho en señal de que todo está bajo control, pues no olviden que andamos armados. Y en la bolsa, municiones esféricas de greda naranja. Somos un comando de élite, entrenados a la mala por los más pendejos en las hondas zanjas del arenal de Lluyllucucha, por Fachín, yendo hacia Azungue, bajando por Lachi. No importa en absoluto si nos quema el mal arco. Comemos tierra parda con fiereza y orgullo, calmamos nuestra sed bebiendo cualquier agua. Tenemos precisión en el disparo a distancia. Nos arrastramos sobre las madreselvas sin remordimientos. Hacemos el dos en un hueco que cavamos con la uñas y al terminar, como hace el gato, lo tapamos. Somos los más bravos guerreros, como los rangers y los vaqueros. Hemos derrotado a muchos sapos y shapingos invisibles combatiendo cuerpo a cuerpo. Corremos en varias velocidades, por la pampa, por la pesada arena, por las rutas soledosas que llevan agua. Damos brincos frenéticos, asesinamos chicharras. Esquivamos, a la carrera, los espinosos brazos de la zarzamora. La grama filosa nos ataca con sus largas hojas y, finalmente, subimos a los árboles para visitar a los monos, como las huevas, porque somos los más veloces del bosque. Todos los niños cazadores de mi tierra nos vamos a nadar al viejo Indañe. Allí aprendemos a ser hombres tragando litros y litros de agua, la crecida sobre el puente, esquivando cardúmenes de carachamas, llenando el buche de aire para hundirnos a buscar la alucinante idea de algún tesoro. Los niños cazadores de esta parte del mundo, después de explorar hasta los límites del bosque oculto, volvemos todos a casa, caminando ligero, para alcanzar la merienda. Mamita sirve panatela con roscas tostadas y nosotros ya hemos asegurado nuestras armas.
Mañana volveremos a confundirnos entre el verde follaje y el pantano. El universo del gran barranco será nuestro sabio reino. Y entonces lo haremos todo de nuevo.
Tres
En medio de un copioso almuerzo, servido con orden en platos de fierro enlozado, llenos con la dulzura del arroz baleado y el murmullo salado de las mojaras que hirvieron en su propia sustancia, sin agallas ni escamas, nos acompañan en la mesa dos recios peones partidores de leña, que inquietos resoplan y regurgitan antes de aplacar su apetito, sedientos de sopa, hambrientos de carne, trituradores de huesos imposibles. Mi abuelito fue desde siempre un hábil simplón, que hacía regocijar a la mesa con alguna ocurrencia y después la risa incontenible. Luego de sorber su último trago de chicha macho, se incorpora mi abuelo y agradece. - ¡Gracias con todos!-, dice. - ¡Provecho don Panchito!-, responden ellos. Coge su machete, lo sostiene colocando las manos hacia atrás, como intentado no caerse y se retira hacia el traspatio.
Colocándose en posición de cuclillas frente a una inmensa roca plana, comienza mi abuelo a afilar la temible hoja su acerado machete. De a ratos sumerge la hoja caliente y filosa en un gran pate con agua. Roza con sus dedos el extremo cortante. Se corta a medias. Ya está listo. A medida que avanza por medio de la plantas de colores, va revelándome con la paciencia de un sabio naturalista, los misteriosos beneficios del ojé, la malva buena y el azafrán. Acto seguido, corta de unos cuantos machetazos el tallo suave de una guayaba y lo arrastra hasta un lugar sin sol bajo el bombonaje. Allí permanecemos secos mientras una breve garúa, de esas que caen por distracción, solo alcanza a lavar las hojas externas de los árboles, para luego dar paso a un bello arcoíris. La huerta del abuelo es un reducto de prodigios, un jardín de fabulosos secretos y una fortaleza inexpugnable. Cuando él ingresa a este onírico lugar que son sus dominios, nadie entra y nadie sale.
-Ahora sabrás cómo se hace un trompo-, dice decidido mi abuelo. Me observa con detenimiento y puede notar la emoción vívida en mis ojos. Yo, que solo doy brincos de excitación, grito y grito:
- ¡No puedo esperar más abuelito, quiero ver cómo haces un trompo!-.
Usa un tronco seco de asiento e inclina su figura sobre otro tronco, menos seco éste, para apoyar el golpeteo continuo de los cortes. Y casi como quien le saca punta a un lápiz, va cortando y pelando, lámina por lamina, un extremo de aquel palo hasta hacerlo puntiagudo. Luego de ello, separa limpiamente el extremo trabajado que ahora se ve como un pequeño cono. El viejo avanza su labor y no deja de silbar. Y yo, que ya tengo la imaginación desbordada por aquel maravilloso objeto, no puedo esperar para hacerlo girar y bailar, en el ramadón, en la calle, el pedregoso patio de la escuela. Extrae ahora su navaja de siempre dejando el machete a un costado. Le hace pequeños detalles al trompo, lo pule, lo deja exacto en sus contornos y dimensiones. Recoge un clavo de exacto espesor y lo asienta contra una roca. De un certero golpe con el lomo del machete, deja un surco en el metal para luego romperlo manualmente. Con unos cuantos martillazos apuntala el trozo de clavo, duro y seguro. Afila la punta sobre una piedra casi recreando chispas, levanta el trompo al aire, como quien ofrece un sacrifico al sol y dice:
- Ahí tienes, un trompo nuevo hijo. Busquemos ahora un cordel para hacerlo bailar-.
-Baila mi trompo, gira mi trompo sin cesar. Vuela por los aires y agita su fina cola. Danza con la musical algarabía de los niños, que juegan la picushqueada sin que lo impidan la lluvia o la hojarasca estival. Invento un acto, un sorprendente malabar, de hacer bailar el trompo sobre mi mano, sin parar, una y otra vez-.
Cae la tarde. Nos aturde el canto de las chicharras y todavía hacemos bailar nuestros trompos en un círculo dibujado en esta calle de nuestro barrio. Mi abuelo se sienta al costado del portón, por ratos dormita pero no me pierde de vista de ningún modo. Disimula algunas tristezas, chupa una naranja para darle sabor agridulce a su tarde. No obstante me anima a seguir en el juego y en el disfrute puro de la vida, mientras observa sereno y reconfortado, mi luminosa felicidad.
Colofón
Una opaca fotografía mal escaneada en el monitor propone la nostalgia con la que rehago en mi memoria los maravillosos días de una infancia imposibles de olvidar, los amigos del barrio, los juegos inventados, los juguetes simples e improvisados, las ale-grías y penas de esos días. 30 años después y antes de abordar un avión para irnos de vacaciones a mi querida tierra, mi hijo me pregunta si podemos llevar sus juguetes electrónicos, la tablet y la consola de videojuegos. Yo le insisto que no es necesario cargar con ellos. A duras penas lo convenzo de mis improbables habilidades para ha-cerle a él los juguetes que me hizo mi abuelo. Le digo que haremos extensas camina-das por las pampas, muy cerca de río, y que luego pescaremos bagres y mojaras en alguna rivera sosegada. Le muestro con gestos exagerados la dimensión de los barran-cos y el color del cielo después de la lluvia. Le digo sobre el verdor de las plantas, la pureza del aire y del agua, la generosidad y alegría de la gente. Entre tantas cosas le prometo que nunca se arrepentirá de conocer la tierra maravillosa de sus bisabuelos y el legado especial que nos dejaron. Poca idea tengo de cómo comenzaré la elaboración de aquellos artefactos, si mi memoria permanece desordenada con tantas inquietudes y emociones. Confiaré en que mis manos sean dignas y sepan cumplir con diligencia y, con suerte, mi hijo también aprenderá a hacer las mismas maravillas y vivirá la genuina experiencia de un niño jugando con la misma naturaleza.

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