miércoles, 2 de noviembre de 2022

ALCANFORES PAGANOS

 Desde aquella lejana noche de mi infancia en que embriagué con sobras de tragos y cervezas yo ya no soy el mismo ser humano que contempla su opaco reflejo de yo no fui en el espejo tampoco pretendo ser aquel insólito pendejo que nada hace y solamente se queja hasta mis descompasados pasos de baile son como el andar irredento del cangrejo mis atribulados pensamientos son al fin un caos psicotrópico con toda certeza. En el sanatorio me hice amigo íntimo de un venerable y adicto viejo tenía este arrugado ser una mirada arruinada como los ojos de un poeta putañero y pobre de pudor me contó sus felonías y delitos cual si yo resultase siendo su pródigo nieto no hicieron falta rezos ni poses de creyente contrito para caer en cuenta de que hablaba con un muerto al cual el corazón aún le latía opaco y sin sentido pero con la mirada vacía y el andar lento el fermento de lo prohibido hedía en su aliento éramos dos borrachos desgraciados sin dios ni madre ni sueños. A mis angustias e insomnios de silencio nunca nadie las tomó verdaderamente en serio mientras frente sus ojos mi interior se carcomía entre ausencias y sombras en un mundo de ciegos cigarrillo tras cigarrillo el humo negro iba dejando esta musical y terca tos que me hoy mata en cada nota mi resistencia bajo fuertes ansiolíticos quedó rota mis miserias sin perdón ni redención no se borran son una marca de fuego que da escozor por las noches aún si la cama compartida está cómoda y limpia aún si el dolor que siento con el amor se combina no puede ser este el alcohol clandestino que nos calma es caer sin alas en el letargo extenso de la angustia donde las treguas solo postergan las catástrofes y nada evita que mis disquisiciones se confundan. Desde aquella lejana noche de mi infancia en color sepia soy ese escombro culposo que se arroja sin respuesta o ese halo tenebroso que agrieta la luz en riesgo o ese ruido extraño a medianoche en las pesadillas de ojos abiertos o ese rencor ahogado de huérfano vengativo para salvarme debo sacrificarme más querer más odiar más antes que se parta la tierra y se trague al río. Hay momentos en los que le digo a mi hijo no tientes a la suerte ni al materialismo absoluto ni tampoco al espiritual crucifijo para unos funcionan las palabras y la paciencia terapéutica para otros solo viene la calma con altas dosis de ansiolíticos. Luego de otro trago y otro libro en detalle me fijo en mis deudas superficialmente evalúo mis vicios echo un vistazo hacia el horizonte y recuerdo a mi abuela hermosa y sonriente a luz de una vela el hambre repentina me levanta de madrugada a comer frutas me echo un chorro de alcanfor en la cabeza para espantar el miedo y la jaqueca. Vuelvo a emborracharme y a fumar en mi pipa cada que puedo sobrevivo desde que al parecer la muerte misma me percibe lejos sin pedirlo en plegarias me embriagué con los restos de una adulta noche de copas en un día inocente de mi infancia más solo que un solo solitario que ya no siento nada. Nadie debería beber licor ni jugar dados conmigo pues ando ebrio por las calles de la vida que padezco de resaca y reflujo biliar desde que era un inocente niño.

SOLAMENTE QUERÍA AYUDAR

Con un estrepitoso ventarrón cuya fuerza alcanzaba a doblegar los arbustos más recios que se observaban en el camino, el cielo y sus nubarrones de coloración grisácea, daban aviso de una inminente tormenta. Los vidrios sucios de las ventanas comenzaron a emitir una molesta vibración. Me había quedado solo, resignado y algo inquieto por habitar una casa vacía a esa hora de la noche. Yo siempre pertenecí a ese reducido grupo de gente que no tiene miedo de las cosas con halo de misterio. Mis afiebradas lecturas racionalistas me habían convertido en un descreído; cínico y escéptico en el sentido más filosófico de los términos; un ser empeñado en la irregular empresa de tener siempre que explicarlo todo. Pues, como es natural, por mucho misterio que ronde, todo en absoluto tiene una explicación. 

Entonces sonó en el ambiente algo parecido a un timbre acompañado de unos frenéticos golpes en la puerta. Era claro que había alguien afuera intentado protegerse de la copiosa lluvia y la escasa iluminación en ese sector a esa hora, a casi una docena de kilómetros de la ciudad; literalmente, estaba en medio de la nada.

 -Mil disculpas, señor- me dijo con una voz temblorosa, medio de frío y medio de miedo. 

-¿Me podría prestar su teléfono, por favor?. ¡Me acaban de asaltar unos sujetos que traían puestos pasamontañas!… venían conduciendo una moto roja, no sé… a doscientos metros de aquí, al final de la curva… Ayúdeme, señor… ¡por favor!.- 

Al contemplar atónito dicha escena, con su drama y su oscuridad, se despertó en mí una insólita vocación de buen samaritano.

 -Claro…claro, señorita, pase a sentarse. Tranquila que ahorita mismo llamamos a la ayuda- le dije con voz tranquilizadora, o al menos, era lo que quería lograr: tranquilizarla. 

Cerré la puerta. Instintivamente, también le puse el seguro a la manija. Afuera la corriente de aire era muy fuerte y la lluvia no paraba de insistir. Estaba todo muy negro y solo alcazaba a ver algunas tenues luces refractadas en los prismas del agua, casi como mirar con los ojos humedecidos. No sé por qué, pero tuve mis motivos, poco claros al principio, y no le hice algunas preguntas obvias, aquellas interrogantes que cualquiera haría en una situación de esa naturaleza. Solamente me concentré en actuar con la diligencia de un anfitrión, generoso, hospitalario y algo distraído, que no presta mucha atención a los detalles. 

-A mi teléfono lo dejé adentro, cargando… ahora mismo lo busco. Pero siéntese, señorita… deje que primero le alcance una toalla para que pueda secarse un poco- Le dije, con tono y expresión corporal de confianza, retrocediendo un par de pasos, pero sin quitarle la vista de encima. 

-Pero, por favor, présteme su teléfono, no demore. 

Me retiré momentáneamente con dirección a la cocina, vía un reducido pasaje que también lleva a las habitaciones. Antes de ese incidente, no había caído nunca en cuenta que esa casa era regularmente amplia, pero sí que se sentía bastante solitaria. Así que, antes de buscar mi teléfono, el cual, honestamente, no sabía dónde buscarlo, pasé primero hacia el baño a recoger una toalla apropiada a fin ofrecérselo a la señorita que apareció en la puerta en medio de la lluvia, completamente mojada, nerviosa y recién asaltada. 

-Tenga esta toalla, señorita, para que se abrigue un poco, yo mientras tanto busco mi celular. Ah, dejé agua a calentar en la cocina para que al menos se tome un té caliente, no demoro...un momento- Le dije, con voz de peregrino preocupado y regresé a la cocina mientras ella permanecía, secándose infructuosamente, en la salita de ingreso. 

 - Sí señor, por favor, es urgente que haga esa llamada, para que vengan por mí- Insistió ella. 

Sin embargo, por más que intentaba convencerme que solamente se trataba de una mera coincidencia. Una de esas caprichosas circunstancias cotidianas atravesadas por azar, o por el destino, pródigo y cruel al mismo tiempo, no podía dar crédito completo a lo que la aparecida me había contado. No tenía mucho sentido que alguna persona muy común, a juzgar por su atuendo, deambulara por un sector tan agreste, tan alejado y sin muchos techos alrededor bajo los cuales guarecerse. Rápidamente pude haberle hecho las preguntas de rigor, más opté por seguirle la cuerda, al mismo tiempo que observaba los mínimos detalles. 

-Sírvase un tecito caliente, señorita… en un minuto le traigo el teléfono, en este desorden no sé dónde lo he tirado…disculpe, voy a buscarlo- Le dije mientras tomaba otra vez el pórtico hacia la cocina. 

-Pero señor, necesito llamar por teléfono… oiga- Y la dejé con la palabra en los labios. 

En los segundos que sobrevinieron, porque a partir de ese instante, cada segundo comenzó a ser vital, al punto que, en mi cabeza, el tiempo comenzó a sonar como un reloj de pared antiguo, como un pulso agitado y fuera de compás, Esa dudosa y hasta el momento experimental capacidad mía de desconfiar, alimentada durante años por la literatura pesimista de Schopenhauer y el nihilismo nietzscheano, me condujo a tomar una decisión que marcaría mi vida para siempre: lentamente abrí uno de los cajones de la cocina, cogí un cuchillo y lo escondí en la parte trasera del cinturón. La lluvia comenzó a caer más fuerte, con una estridencia de granizada. 

Iba regresando dónde ella se había quedando esperando por su llamada. No recuerdo cuanto tiempo había pasado desde sonó el timbre, le abrí la puerta y la dejé entrar. Recordé que no hacía mucho había leído un post en mis redes sociales; una que relataba aquella siempre plausible o otras veces improbable historia: la de una mujer haciéndose pasar por perdida en la carretera para asaltar casas junto a otros delincuentes que esperaban el momento para aparecer y dar el golpe. 

Y  ¡pum! fue un golpe estrepitoso que sentí a la altura de la nuca apenas ingresé al ambiente en que ella esperaba. Caí al suelo semiinconsciente y por algún motivo no me desmayé por completo, así que traté de percibir si había otras personas alrededor. Pero no, parecía estar sola. Se apoderó de mí una ansiedad y confusión muy grandes, por mi soledad de esa noche; por aquel pesimismo enfermizo; por el post que leí en internet. Desde el suelo, tirado bocabajo, pude escucharla agitada y sollozante. ¿Pensaría ella, al ver mi sangre en el piso, que yo ya estaba muerto?, ¿acaso me remataría con otro golpe en la cabeza?. No lo hizo. De reojo la vi caminar hacia la puerta para intentar salir. ¿Estaba entonces yo librándome de ella?, ¿o es que esta delincuente intentaba huir?. Todas esas interrogantes y dudas se peleaban en mi cabeza. De modo que, al verla de espaldas padecer para liberar el seguro de la puerta, me levanté silenciosamente, alcé el cuchillo que guardé por instinto de supervivencia y la ataqué por la espalda, como un cobarde aterrorizado, uno que se quiere defender como cualquiera lo haría, pero finalmente, un cobarde. 

Ella, a quien ni siquiera le pregunté el nombre, yacía en el suelo trémula y ensangrentada. Mi mente estaba nublada y miles de ideas y acciones extrañas, que uno nunca se creería capaz de ejecutarlas, me cruzaron por la cabeza. Limpiar todo el desorden y escapar lejos; enterrar el cuerpo en algún hoyo alejado; arrastrarla hasta el río para tirarla al torrente; descuartizarla, Dios mío, cada idea más insana que la otra. También pensé en el suicidio con una salida, pero allí mismo me asaltó del desánimo. Hice un esfuerzo y giré su cuerpo agonizante para mirar su rostro y fue entonces que, al contemplarla, vi que se trataba de una señorita muy joven, casi una adolescente. Acababa de convencerme que no se trataba de una ladrona, era en realidad una muchacha a la que efectivamente habían asaltado, y a quien, por mis dudas, no le había hecho ninguna pregunta obvia, quien sabe me hubiera convencido y acabado con mi paranoia y mis mecanismos de defensa.

Sentado en el suelo, con sangre en el cuerpo, en las manos, en la cara y mareado por el golpe que recibí la cabeza, por varios minutos me quedé congelando en mis pensamientos. Poco a poco, aquel miedo que me abrumó anteriormente ya se había disipado. Recordé el lugar donde podía estar mi teléfono así que fui a buscarlo. Lo encontré. Me senté en una de las camas de esa habitación oscura y marqué un número telefónico con que se había de definir para siempre mi destino de la forma más triste. 

-Aló, Aló, Robe Aló, contesta… Robe contesta ¿Qué pasó? ¿estás bien? Todavía en shock y con mi voz temblorosa alcancé a contestar: -Solamente quería ayudar… solamente quería ayudar. 

 FIN.

Frank Donayre.

(Cuento ganador del 2do Lugar, Concurso del FENTRAMIP - PERÚ 2022)

ALCANFORES PAGANOS

 Desde aquella lejana noche de mi infancia en que embriagué con sobras de tragos y cervezas yo ya no soy el mismo ser humano que contempla s...