domingo, 16 de octubre de 2016

SIN HÉROES (Cuento)


Una bala rozó su muslo derecho y le arrancó un trozo de carne. Sintió una presión caliente, como si alguien hubiera apagado un cigarrillo contra su piel. Agazapado contra el suelo entre ramas y hojas, tensando los dientes, adolorido, rastrilló su pistola de reglamento y casi sin ver disparó en dirección a los destellos de los cañones enemigos, y así continuó el suboficial Rodríguez, disparando sin cesar hasta agotar todos sus tiros. Guillermo Góngora, su amigo desde la infancia, el mejor de toda la promoció 94 de la escuela de Policía, yacía trémulo a unos cuantos metros, desangrándose por una herida de bala a la altura del cuello. 
Al cabo de unos tensos minutos que parecían eternos, Rodríguez escuchó un ruido de camionetas avanzando por la selva, acompañado de lo que parecían ser gritos y disparos a discreción hacia unos matorrales que ardían a medias. ‘Allí vienen los refuerzos’, pensó. ‘Te sacare de aquí cumpita’, continuó. El estruendo ocasionado por el convoy de camionetas de la Policía, apuró la huida de los sediciosos a través de un bosque oscuro e intimidante. Mientras tanto Rodríguez, con una honda herida bala, le sangraba tanto la pierna que de pronto comenzó a agitarse y sentir escalofríos. Aun así se esforzó y arrastrándose llegó hasta donde agonizante permanecía Guillermo, tumbado boca arriba y con los ojos bien abiertos, perplejos en un pesado terror que esa noche alcanzaría a ver por última vez. ‘No te mueras primo’, le suplicó, mientras intentaba levantarle la cabeza para que pudiera respirar. Y se llenó de horror cuando alcanzó a ver que, no solo el cuello le sangraba sino que también una bala infame le había perforado el pecho haciendo añicos la periferia de su esternón. ‘Tranquilo primo, ya se terminó’, le dijo con tristeza y tomó una de sus manos que ya comenzaban a enfriarse. Entonces la mano de Guillermo ya no apretaba, su pulso se había detenido, ya no respiraba. ‘Perdóname hermano’, balbuceó Rodríguez mientras lloraba y apoyaba su cabeza sobre la de su abatido amigo para reconfortarse en algo de aquel inmenso dolor. Cuando el líder de la patrulla de apoyo irrumpió con sus hombres en la base policial en ruinas, Guillermo estaba muerto y Rodríguez que estaba en shock por la sangre que manaba de su pierna ya había teñido en el suelo una estremecedora alfombra roja. 
Rodríguez despertó en un lugar que de primera impresión no reconoció como familiar. ‘Fue solo un sueño’, dijo para sí y respiró hondo. De pronto, una punzada dolorosa lo trajo desde su delirio y le hizo abrir los ojos duramente. Reconoció al momento los ruidos y olores de una sala de hospital. Él mismo estaba en una cama, rodeado de monitores, con un cable de oxígeno pegado a en la nariz, con electrodos cardiacos en el pecho y una incómoda vía por cuya manguera le inoculaban un espeso suero directo a la vena. ¡Que dolor!, gimió cuando comenzó pasar el efecto de la anestesia. Trató de incorporarse apoyándose con sus brazos todavía débiles. Sentía un entumecimiento de la cintura para abajo, hasta que se dio cuenta que algo en sus piernas habían cambiado. ¡No, mi pierna no!, se lamentó con lágrimas al ver que le habían amputado toda la pierna derecha. 
Una enfermera se percató del hecho y dio aviso al médico de turno. Ambos ingresaron a la habitación y poniendo en práctica un protocolo asistido con sedantes, lograron que Rodríguez volviera a acostarse. ‘¿Qué le pasó a mi pierna, doctor?’, preguntó consternado exigiendo alguna explicación. ‘Lo lamento amigo, demoraron dos días en traerlo desde el lugar del enfrentamiento debido al mal tiempo. Cuando usted llegó la gangrena ya había avanzado; no tuvimos más opción que cortar para salvarle la vida’. ‘¿Y Guilllermo?, preguntó nerviosamente al doctor. ‘¿Cuál Guillermo?’, le respondió sorprendido el galeno. Pero continuó, ‘Ah, ya recuerdo, el suboficial Góngora. Lo lamento amigo, su colega falleció y ya es héroe de la Policía Nacional del Perú, hace tres días que lo sepultaron con su respectivo ascenso póstumo y todos los honores de un caído en acción’. Cada palabra que salía de la boca del médico, para Rodríguez eran balas arteras que esta vez le perforaban el alma. Después de eso se quedó llorando silenciosamente tanto que humedeció su almohada. Antes de retirarse de la habitación, la enfermera se acercó hacia él y le dijo: ‘Ya le avisamos a su mamá, no debe tardar en llegar’. Disminuido por el efecto del sedante, Rodríguez se quedó dormido.
Laura, su madre, llegó a la ciudad un domingo por la tarde y de inmediato se dirigió hacia el hospital para ver su hijo. Cuando entró a la habitación pudo ver su muchacho parado en un pié, sostenido por unas raídas muletas, mirando a través de un ventanal hacia un patio donde algunos niños corrían y se divertían. ‘¡Hijo mío, estás vivo! ¡Bendito sea nuestro Señor Jesucristo!’, dijo su madre y se acercó hacia él para intentar abrazarlo. Rodríguez, casi sin mirarla de frente porque tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, abrazó también a su madre y se quedó un momento sintiéndola, frágil y temerosa, entre sus brazos. ‘No he venido sola,’ dijo de improviso su madre. ‘Alguien que siempre estuvo pendiente de ti mientras estabas lejos en el servicio quiso venir a verte’. Entonces Rodríguez volteó la cabeza hacia la puerta del cuarto y vio con incómoda sorpresa, cómo la chica que durante años fue la más popular y bonita del colegio y del barrio, estaba allí de pie, en la entrada de ese cuarto de hospital, mirándolo fijamente con grandes ojos de condescendencia. ‘Hola, espero que no te moleste que haya venido con tu mamá. Lamento mucho lo que pasó, sé lo que estás pasando y solo quiero ayudarte,’ Fueron las palabras de la joven Frida mientras avanzaba hacia él para procurar abrazarlo. Sin otra convicción que la de permanecer resignado, Rodríguez se desplazó hacia donde estaba su cama y allí se acomodó con cierta vergüenza que le provocaba su mutilación. Cogió una sábana de su costado y se cubrió. ‘Yo también debí morir allá en la base, junto a mi promoción Guillermo. Ahora tengo que regresar a casa lisiado, incompleto y no sé qué hacer’, dijo Rodríguez sin siquiera dejar de mirar a un punto fijo perdido en los ventanales. ‘No digas eso hijito, nosotras te cuidaremos,’ le dijo su mamá con talante positivo. ‘Sí, te apoyaremos en todo,’ añadió Frida con voz de consuelo. En ese instante entró el médico a la habitación y les comunicó a todos el alta clínica. Amigo Rodríguez, mañana lunes luego de llenar unos formatos y recoger sus medicinas podrá regresar a su casa, le deseo suerte. Tomó algunas notas en su libreta y sonriendo a las damas se retiró. Esa última noche Rodríguez no pudo dormir. Se angustió pensando es su mutilación, en el rechazo y el qué dirán. “Solo están conmigo por compasión”, pensó con dureza. Su madre y Frida, dormían acomodadas con dificultad en unas angostas bancas, a merced de los insaciables zancudos de la selva del Huallaga.
Al día siguiente, después del desayuno, abandonaron el hospital rumbo al terminal de buses y sin demoras allí abordaron uno que los llevaría de regreso a su terruño. Durante el viaje, Frida y su madre le iban contando lo sucedido en casa desde el ataque; como las reacciones y preocupación de la familia y amigos, la pena profunda por la muerte de Guillermo y el orgullo de que ahora sea un héroe de la patria. Le contaron sobre la jugosa indemnización que iba a recibir la familia de su amigo caído y que también él, llegado el momento y después de los trámites de ley, recibiría como compensación por haberse sacrificado en un combate y quedar discapacitado.
Ya de vuelta en casa, el suboficial Rodríguez fue notificado por su comando, con una fría resolución donde le comunicaban, para su desgracia, su baja definitiva del servicio policial en el que había trabajado durante esos últimos seis años de su vida. En dicho documento se señalaba, entre otras calamidades, que fue una terrible negligencia la que originó la pérdida de su base en la montaña, al permanecer distraídos fuera de sus puestos de vigilancia, lo que impidió que detectaran a los intrusos y dieran aviso oportuno por radio para pudieran ser neutralizados mediante ataque sorpresa. Aunque también se precisaba que sólo él fue negligente, pues su amigo tenía otras responsabilidades. Ahora Rodríguez sentía que el mundo se le venía encima. Había quedado lisiado, desplazándose a duras penas en una silla de ruedas prestada, pues la que le prometió su institución aún no le podían entregar por problemas con los trámites y esa humillante resolución de baja. Durante días trató de entrevistarse con el coronel en jefe para que éste le apoyase, pero fue inútil. Habló con otros oficiales de menor rango, con brigadieres y con otros subalternos superiores para que lo ayudaran, pero todos le decían que solo harían una colecta entre los colegas y que hiciera nomas su pollada bailable, que todos le comprarían un ticket. Al terminar las extenuantes jornadas donde sus pedidos eran rechazados y sus súplicas no conmovían ni al más piadoso, extenuado y adolorido, regresaba a casa
Los días en la ciudad pasaron y el ahora exsuboficial Rodríguez aún continuaba esperando alguna respuesta a sus pedidos y reclamos. La simpática Frida ofreció su ayuda para repartir sus cartas y solicitudes pero ninguna de ella había tenido contestación. Su madre solo atinaba a consolarle y a rezar. Rodríguez, que había permanecido en casa sin salir durante las últimas dos semanas, presentaba ya varios síntomas visibles de deterioro físico y mental. Se notaba que ni su peso ni su semblante tenían apariencia saludable. Pronto comenzó a rechazar la comida y a permanecer sin decir nada durante horas, con la mirada perdida en un punto fijo de alguna parte, como buscando en su mente una ruta para escapar de su dolor. 
Esa mañana Rodríguez se quedó solo en su cuarto mientras su mamá salió hacia el mercado. Sin nadie en casa, saltando en un pié y arrimándose en las paredes, pudo acercarse hacia la mesita donde estaba la radio en silencio. La encendió y subió el volumen. Se acomodó en una silla y revisó unas fotografías sueltas que estaban en su mesa. ‘¿Por qué esa bala no me mató a mí?’, se cuestionó, desconsolado al observar sus fotos de niñez y juventud con el cuerpo completo. Allí vio una fotografía que se tomó con Guillermo, ambos con la mirada clara y el rostro risueño en una tarde de verano en la playa del río Mayo. ‘Te extraño un culo cumpita’, susurró para sí. Guardó las fotos. Luego se inclinó bajo la mesa y jaló una caja en cuyo interior había algunos cables y sogas. ‘Pronto estaremos juntos’, dijo sin dar tregua a sus temores y alzó la vista para mirar través de la ventana y así encontrar, tal vez, un destino más digno en el más allá. 
Cuando doña Laura regresó de sus compras se dirigió al cuarto del convaleciente para alcanzarle una fruta. Asustada y a gritos tuvo que empujar la puerta con fuerza para destrabarla. Al ingresar, atónita y horrorizada encontró a su hijo muerto, colgado de un cable atado a una viga, que solo Dios sabe cómo pudo haberlo hecho. En la mesa había una carta escrita con una caligrafía nerviosa y fatal donde se podía leer: ‘Yo nunca seré un héroe, mamá’.

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