jueves, 29 de junio de 2017

EL CÍRCULO DE LA BESTIA


(Cuento)
Esa mañana calurosa de cualquier estación, con la ropa húmeda y pegada a mi cuerpo por causa del abundante sudor en aquella Pucallpa de casi 40 grados, llegué tarde al control de pasajeros del aeropuerto Abensur Rengifo para abordar mi vuelo de regreso a Tarapoto. Con la prisa y mis nervios quebrados, había olvidado mi boleto impreso en algún lugar del hotel. Le pedí disculpas a la counter y me expidió un nuevo boleto. Un escalofrío de temor me recorrió el cuerpo solo de pensar que no iba a poder salir de ese lugar por alguna razón. De pronto esa joven, la counter, me escrutó con cierto asombro y me dijo, “Qué pálido está usted, señor, le ofrezco un vaso con agua, si desea”. En otro lugar y en otra circunstancia, y sobre todo frente una joven y guapa señorita que se refería a mi decaído aspecto, me habría sonrojado tan crudamente como después de una insolación. Pero en ese momento, no me quedaba otro tono más que el de la palidez insana, casi como si un aura trasparente se hubiera apoderado de mí hasta el punto de notarse una hondura en mi pecho lleno de una oscuridad inabarcable. Intentando disimular mi incomodidad, me sobé la cara y utilizando mis dedos como peine me acomodé el cabello hacia atrás, tomé aire y le contesté sin dejar de mirarla a los ojos, “Agradezco tu preocupación chinita, anoche no pude conciliar el sueño, demasiado calor por aquí, a lo mejor solo necesito dormir un poco”. Cuando la dejé y volví los ojos hacia cualquier parte, un vértigo fatal se apoderó de mi cuerpo hasta hacerme trastabillar. Sentí un reflujo amargo de tabaco invadiéndome la boca y tuve ganas de vomitar pero me contuve. Disminuido por una sensación de fiebre interior, alcancé a sentarme en una de las bancas. Debían ser casi las 11 am y mis ojos veían ya el avance funeral de la noche. Por un momento pensé que jamás saldría de ese lugar sofocante, sentía que iba a morir. Alzando la vista, a través de los grandes ventanales, pude ver asustado cómo el cielo se oscurecía junto a un viento huracanado que doblaba los árboles más inmensos. Temía que se suspendiera el vuelo y olvidando por un momento mi terco agnosticismo, dudoso, ensayé veloz una plegaria cristiana rogando salir de allí lo más pronto posible. Un inquietante cántico de brujo malero comenzó a sonar en mi cabeza, casi como la tonada tribal que el maestro chamán cantó en la toma de ayahuasca de la noche anterior, pero más fuerte y penetrante. Entonces creí ver entre la gente una silueta oscura que se movía llenando de sombras los rincones a su paso. Nadie parecía percatarse del hecho, solamente yo. Era la sombra poderosa y horrenda de una bestia asesina que me había seguido hasta ahí. Había llegado para matarme.

Bebí esa cosa amarga y aceitosa con la afiebrada idea de ver más allá de lo real. “Volverás a nacer” y “La naturaleza te dará respuestas”, dijeron mis acompañantes. Luego sobrevino una densa nube de humo de tabaco que me bloqueó la visión, mezclado con humedad, con aromas insondables y salvajes, y el canto continuo del chamán. Aquel era un canto lisérgico provisto de un espíritu desconocido, en cada nota de su ritmo, en cada golpe de percusión, en la estridencia hechicera de sus sonidos. Era adentrarse como cayendo en otro plano de la realidad, de otra dimensión, mientras ese canto me hacía ver y sentir mis manos revestidas con piel de lagartija. Súbitamente, todo parecía moverse a la vez que, de entre los efluvios oleaginosos de la mareación, aparecían siluetas que parecían ser seres subhumanos, manos sucias que tremulosas me tocaban la cara, los hombros y el vientre. Matorrales y hojas parecían tomar vida y se desprendían de cuajo, avanzaban reptando hasta mi cuerpo y penetraban en mí abriéndome por las venas. Había entrado en éxtasis. Luceros como ojos encarnizados brillaban refractados tras la savia acuosa del universo aquel, con aspecto de sueño pero tan real al mismo tiempo. Fue allí, entre las raíces vivas, cuando por primera vez vi el rostro ruin del malvado y nunca olvidaré que impostó un aspecto humano para tratar de engañarme. Puso palabras en su boca, habló en lenguas e intentó llevarse mi alma y devorarse corazón. Pero no pudo ocultar su verdadero rostro por mucho tiempo, pues una colosal cabeza de bestia felina asomó de entre la bruma, abrió su inmensa boca provista de colmillos afilados y sus ojos llenos de fuego estuvieron cerca de quemar los míos. Entonces quise salir de allí pero no sabía cómo operar mi voluntad en ese plano astral desconocido. Fue entonces que me arrodillé y rasgué el piso con mis desgastadas uñas, cogí un puñado de tierra colorada y la arrojé contra los ojos abiertos de la fiera. Un rugido de dolor hizo arder todo a nuestro alrededor. Todo comenzó a quemarse. Una mano humana apareció de la nada y me jaló como rescatándome. Vi el rostro del chaman que me dio el brebaje, pero esta vez tenía la cara de un ser del inframundo. -De haber no llegado a tiempo-, me dijo el chamán en insondable dialecto, - el Yanapuma te hubiera devorado vivo-.   

Hesitando, en la sala de embarque, ansioso esperé la hora de llegada del avión que por fin me sacaría de allí. Los segundos se hicieron pesados, los minutos no avanzaban. Se oyó un perifoneo y la voz femenina que decía que había retraso por mal tiempo. Intenté de nuevo mis plegarias, en desorden y con los ojos cerrados. Pedí perdón por mis pecados, prometí no volver a ser parte de rituales paganos y afirmé con decisión no buscar otra vez respuestas en la tierra de los muertos. Pronto el cielo recuperó su limpidez y el sol quemó con todo. Luego informaron que el avión proveniente de la ciudad de Lima estaba ya por aterrizar. Me puse en la fila. Llegó mi turno y fui verificado en la lista, pero extrañamente mi nombre no se registraba. Comenzaron a revisar papeles y pantallas y otra vez mis latidos se aceleraron, mi rostro desencajado y mis manos se volvieron a empapar de sudor. Pronto volvieron de la revisión y me informaron que ahora sí podía tomar el vuelo, que se superó el error. Reconfortado, cogí mi maletín y caminé hasta la escalera del avión. Giré la cabeza para ver el cielo sobre la ciudad y ya no vi esas sombras amenazantes, mucho menos los ojos candentes de la bestia. –Me voy y no vuelvo nunca más- Pensé y abrazando una sensación de sosiego ingresé al avión encendido. En mi boleto pude leer; Itinerario: de Pucallpa a Tarapoto, Hora de vuelo: 11:30, Asiento: Pasillo-E17. Ocupé mi lugar y no demoró la aeromoza en impartir alegremente las instrucciones para un vuelo seguro y placentero. Yo ya había cerrado mis ojos, ni siquiera la escuchaba. Caí profundamente dormido.
_ . _

“Atención señores pasajeros, el vuelo 188 de aerolíneas Selva ha aterrizado en la cálida ciudad de Pucallpa. Revise su equipaje de mano y tenga cuidado al salir. Que su estadía sea placentera, muchas gracias”

Hundido aún en mi sueño, mal atendí a esas palabras finales. ¡No puede ser! ¡Será una pesadilla!. Abrí los ojos con terror y salí corriendo hacia la puerta del avión para poder saber si era cierto. La misma tierra roja que antes había tocado me manchaba los zapatos, el calor era intenso y sobre la ciudad caía la noche. Una sombra con lomo de bestia esbelta oscureció todos los parajes hasta sus límites.


Nadie ha de creer entonces, que hasta hoy mi alma ha resistido, sin haber podido salir del mal sueño, de estar hace mucho tiempo escapando en círculos, huyendo de los gritos y cantos desesperados de los chamanes maleros, y ocultándome del asedio permanente –sin importar dónde vaya- de aquel yanapuma maldito.

jueves, 15 de junio de 2017

REGRESAR AL COLEGIO

Debe haber sido allá por inicios del 90, cuando mi hermanita Chío comenzaba a asistir emocionada y feliz a su primer año de secundaria en el colegio Ignacia Velásquez y se le ocurrió contarme con lujo detalles, en aquellas noches únicas tan solo iluminados por una opaca vela o una alcusa, o colgados al dial de una radio vieja con las perillas rotas, historias divertidas y alucinantes sobre sus ocurrentes y pendencieros compañeros de clase, las graciosas y misteriosas particularidades de sus maestros y los avezados apodos que les ponían, sobre esas extensas horas de clase entre ciencias, letras, matemáticas y ese OBE bendito, que los hastiaba de vez en cuando, pero que olvidaban definitivamente a la hora de los recreos, entre la charla con los compañeros, los primeros coqueteos entre ellos, a la hora de entrar o a la salida, en el trayecto de ida o de regreso a casa, muchas calles de tierra y pocos mototaxis, allí en la gran puerta del colegio, en el kiosco lleno de aromas a chifles de casa, a juanecito demento, twist y kola inglesa, a través de los pasillos, claustros y escalones, de un extremo a otro de las canchas y bajo las antiguas y desaparecidas pomarrosas del primer pabellón, fue que comencé a imaginar con fuerza, entre la ansiedad, las dudas y la curiosidad, sobre lo que podría ocurrir conmigo en aquel nuevo y vertiginoso escenario, una vez llegado el día. Recuerdo que con mi hermanita nos reíamos mucho, mientras hacíamos la tarea, cada cual en su extremo en una mesa pequeña, justo en medio de nuestras camitas, en una humilde y fresca habitación de barro y tejas.

Naturalmente que yo al ser todavía un imberbe niño de sexto grado de primaria, condenado a permanecer por un año más hundido en aquel insufrible estatus de inferioridad, era demasiado improbable que pudiese de algún modo ser aceptado en ese “privilegiado” grupo en el corto plazo. Sin embargo, cierto ímpetu en mi espíritu inconforme me animó a frecuentar a los compañeros de mi hermana sin titubeos ni prejuicios, y no sin antes sufrir un poco de reticencia y rechazo, me di cuenta que de un momento a otro, ya formaba parte de ellos. Así que durante todo ese año, terminé asistiendo con ellos a varios paseos al campo, a las veladas culturales y a los festivales de música, cuando no habían festivales gastronómicos sino puras “Kermeses”, a las fiestas de cumpleaños full champán y coconachado, a las noches deportivas llenas de música de banda y algarabía, a las viejas tribunas del estadio del IPD, a los muy populares “tonos pop” de esa época, y lo más importante, no me perdí por nada del mundo la fiesta de Aniversario de 1990, en la cancha del segundo pabellón, Shera, Pachanga y los Cuervos de Rioja de fondo, eufóricos hasta la médula, bailando los temas emblemáticos de G.I.T. como “Ana” y “Wadu-Wadu”, además de salsas romanticonas y sufrientes como “Una aventura” de Niche y “Lluvia” de Eddie Santiago, con mi pareja del momento, una híperdesarrollada niña a la que, en puntillas, solamente le llegaba hasta el mentón, mientras nos desgañitábamos saltando y cantando a una sola voz.
Ese año terminó en un dos por tres sin que me diera cuenta. El fatal primer gobierno aprista nos dejaba un país fregado, Argentina era el último campeón mundial, la U se llevaba otra vez el torneo nacional, en la convulsiva Europa ya había caído el muro de Berlín, la inmensa URSS se desintegraba, el mexicano Octavio Paz ganaba el Nóbel de Literatura y mi ídolo Gorvachov el de la Paz. Los “terrucos” y “la zona” sonaban con fuerza por todos lados, había toques de queda de vez en cuando y mi medianamente exitosa y feliz primaria llegaba a su fin, y comenzaba con las mismas, ese oscuro calvario existencial que fue mi adolescencia.
Debido a los estragos causados por los terremotos del 90 y el 91, y luego por una combativa huelga general de Sutep que no tenía cuando acabar, mi asistencia a la secundaria no pudo ser posible sino hasta el mes de agosto de ese año. Parte del viejo colegio Ignacia se demolió, se echaron abajo algunos claustros y columnas del primer pabellón y ya no había aulas suficientes para todos los grados, de modo que se establecieron dos turnos entre mañana y tarde. Como ya no fui matriculado en el Serafín Filomeno, tal y como inicialmente había pensado, a petición expresa de mi abuelita terminé asistiendo a mi primer año de secundaria en el Ignacia Velásquez, alumno impecable del fabuloso primero B turno tarde. En ese confuso primer año, en el que nos pasamos todo el curso de formación laboral acarreando ladrillos para la construcción de nuevos recintos y balbuceando nuestros primeros vocablos en inglés, luego de saborear una sabrosa y grasosa empanada de arroz o yuca con su cebollita picante, partíamos de vuelta a casa casi a la oración y llegábamos ya bien entrada la noche, justo a la hora de la merienda. Podías oler entonces el aroma del calentado mientras regresabas, caminando por las altas veredas, esquivando los charcos, de frente hasta la plazuela. No sé otros, pero en mi caso, ese fue un año bastante regular pues me sorprendí cuando me enteré en la clausura, que había clasificado en el tercio superior del grado. Eso era muy raro, a juzgar por las pocas ganas que le puse al estudio, nomás por andar de vago y distraído en otros asuntos dignos de cualquier sospecha.

Es muy difícil explicarlo, pero algo en mi espíritu y en mi forma de pensar y de ver el mundo comenzó a cambiar radicalmente a medida que pasaban los años. Estaba por momentos perdido en una realidad que no me gustaba, me sentía desarraigado y me inventaba broncas y conflictos solo para vivir en un estado de permanente angustia y desesperanza, tal vez porque la influencia positiva desde mi familia era tan precaria y tan difícil, que llegué a pesar en ella como algo inútil. Estaba jodido, lo confieso, pero tenía que vivir de alguna forma, quién sabe si para poder contar todo esto. En esa época fue que vi mi futuro como algo irreal y difuso, y fue allí que comencé a escribir poemas, más o menos en serio, pues ya era un obsesivo lector, pero ese es otro tema.
En la secundaria nunca fui primero en nada, salvo en las formaciones por ser el más chato de todos. Pero no me importaba serlo, lo que yo quería era olvidar mis miserias de adolescente anónimo así que decidí que en el colegio la iba a pasar bien, pero para ello tenía que utilizar la cabeza y hacer lo justo, pues pasaba mucho tiempo pensando y pensando. Entonces, ni mucho estudio que me pusiera en estrés y en competencia con los mejores, ni poco empeño que corriera el riesgo de repetir el año, era la estrategia. Desde el 91 al 95 permanecí impasible en aquellas inolvidables aulas del colegio Ignacia Velásquez, y si bien es cierto no me preparé en ella de tal forma como para enfrentar con solvencia y seguridad mi vida inmediata possecundaria, ni intelectual ni académicamente, sí aprendí con dureza y con ternura, algunas cosas esenciales sobre la vida, el amor, la amistad. Allí aparecieron los primeros amores con las primeras miradas que me prepararon para relaciones futuras, conocí a personas extraordinarias a quiénes aprendí a querer por su generosidad y calidez, me hice amigo de muchos que pertenecían a otros grados y fui un díscolo subcoordinador de aula con el promedio más bajo en conducta. Hice mis primeros cuestionamientos y críticas formales a algunos maestros y aprendí a apreciar y a jugar básquetbol pese a mi talla. Asistí también a muchos tonos, fiestas de cumpleaños y quinceañeros incluso de “paracaídas” cuando no me invitaban. Aprendí desde la euforia a hacer barra, a sentirme alegre y orgulloso por mi colegio, a cantar emocionado su himno, a amar sus lemas y sus colores. Nunca fui nunca tomando en cuenta para representar al colegio en absolutamente nada, salvo aquella vez en que mi hermanita y sus amigas del segundo año, me animaron a bailar en una actuación, el pegajoso “muévelo, muévelo” del General, yo al centro con indumentaria camuflada y ellas, a mí al rededor, moviendo el esqueleto en vistosa coreografía. Aquello fue lo más cerca que estuve de la celebridad y de la fama. Menos mal ese tiempo aun no existían los celulares con cámara, porque se hubiera hecho viral. Aprendí con resignación, en una noche que lloré mucho, a morder el polvo de la derrota en un concurso de marinera. Me hice amigo de varios profesores quienes al notarme inquieto me armaban charla y me aconsejaban. -Mis viejos se fueron, profe-, les contaba triste. Entre muchas cosas, aprendí a aceptar la vida, a superar el miedo y la pena, aprendí a apoyarme en mis compañeros y de cierto fui alguien que también los apoyó con firmeza en algún momento. Aprendí, cómo no, a utilizar el teléfono, del cual al inicio se llamaba dándole el número a una operadora, luego vino el discado directo que hizo todo más fácil. Aprendí a escribir cartas románticas y poesías, a leer las grandes obras de la literatura universal como las de Flaubert, Faulkner y Hemingway, y varias enciclopedias de ciencias sin que alguno lo notara. Intenté inútilmente dibujar y pintar paisajes en tablas y cartones, y aunque destaqué en persistencia fallé en la calidad. Me formé como un elemento de grupo, para asistir y colaborar. Me hice pequeño líder de algunas causas triviales pero dignas de respeto, aprendí a compartir. Sin desearlo también aprendí a protegerme y a ser leal con el amigo, a cuidarle la espalda, a defenderlo como a un hermano. Hubo momentos en que sentía que podía dar la vida por cada uno ellos. Fui parte de un equipo, de una collera que vivía al máximo en todos lados. Allí supe lo que significaba guerrear, a apostar ganando y perdiendo en el fulbito. Aprendí duramente una mañana de naufragio en el rio Indoche que éramos capaces de salvarnos la vida. En algo aprendí a superar el rechazo y la discriminación de la que muchas veces fui víctima, aprendí a vivir en medio de una indiferencia que me vi obligado a soportar. Pero también toqué fondo, pues siendo honesto, hubieron algunas crisis que difícilmente pude superar, sacando muchas veces lo peor de mí. Me hice rebelde sin causa, como los personajes de algunos de los libros que leí. Aprendí a aceptar y soportar los castigos, a tolerar a los insoportables, a ignorar a los tercos. Tuve que correr para salvarme de serafinenses agresivos que querían sacarme la cabeza y luego me hice amigo incondicional de algunos de ellos. Aprendimos a hacer travesuras, a provocar y a actuar en grupo para estar seguros. También Junto a algunos coetáneos, esos años formé mi camino definitivo en la música, el rock, con Nirvana, Toto, Queen y Aerosmith, y comencé a escribir poesías cada vez con más aprehensión.

El día que el colegio terminó recién me di cuenta que debí haber hecho algo más, que debí haber aprovechado todo, caray, pero ya era tarde. Desde aquel momento ya nada volvería ser como antes. Quizá por ello el cauce de mi vida demoró un poco más en agarrar la ruta precisa, esa que me ha traído muy bien hasta aquí, y que de otro modo, tal vez no hubiera sido posible. Ya no importa cómo, lo que importa es haber llegado.
Los que sucedió después con aquellos con quienes nos despedimos entre lágrimas diciéndonos, medio picados por tanto ron o chavelado, que nos íbamos a recordar para siempre, mientras firmábamos nuestras percudidas camisas de fin de año y corríamos frenéticamente el rollo kodak para una nueva fotografía, tiene tanto de certeza como de enigma. No tiene caso incidir en una época que nos alejó el uno del otro y amplió más nuestras diferencias, diferencias acentuadas tan solo por un tiempo, pero que después de más de veinte años, suman un saldo que es irrelevante, pues lo que realmente importa hoy, es aquello que vivimos como alumnos de nuestro querido Colegio Ignacia Velásquez, solamente durante esos cinco años maravillosos, las buenas cosas sobre todo y no las malas; que hoy al celebrar su 74 aniversario, nos convoca con emoción a ser parte de su celebración, como cuando bailábamos en esas fiestas zanahorias en la cancha principal, con los Cuervos, Los Halcones o F27, sin luces de discoteca ni cervezas, sino solamente al brillo de la imaginación y la belleza, y alguna chata caleta de cartavio de donde chupábamos sin que nadie viera.
Desde el fondo del corazón, muchas gracias a todas las personas, docentes, auxiliares, alumnos, quienes han hecho posible esta gran reunión, a los que trabajan desde dentro de la institución y a los que han apoyado la organización desde afuera, pues sin esa fortaleza titánica nada esto sería posible, ni siquiera esta historia que no es para nada triste, es solamente una simple historia, como las que se cuentan hoy en las redes sociales con hastags y whasapeos, y que en el marco de este nuevo siglo cobra vigencia nostálgica en la memoria y, cómo no decirlo, dan una ganas intensas de regresar al colegio.
¡Feliz 74° Aniversario querido Colegio Ignacia Velásquez!
Frank Erik Donayre Sánchez (37)
Ex alumno – Clase 91-95.

ALCANFORES PAGANOS

 Desde aquella lejana noche de mi infancia en que embriagué con sobras de tragos y cervezas yo ya no soy el mismo ser humano que contempla s...