jueves, 15 de junio de 2017

REGRESAR AL COLEGIO

Debe haber sido allá por inicios del 90, cuando mi hermanita Chío comenzaba a asistir emocionada y feliz a su primer año de secundaria en el colegio Ignacia Velásquez y se le ocurrió contarme con lujo detalles, en aquellas noches únicas tan solo iluminados por una opaca vela o una alcusa, o colgados al dial de una radio vieja con las perillas rotas, historias divertidas y alucinantes sobre sus ocurrentes y pendencieros compañeros de clase, las graciosas y misteriosas particularidades de sus maestros y los avezados apodos que les ponían, sobre esas extensas horas de clase entre ciencias, letras, matemáticas y ese OBE bendito, que los hastiaba de vez en cuando, pero que olvidaban definitivamente a la hora de los recreos, entre la charla con los compañeros, los primeros coqueteos entre ellos, a la hora de entrar o a la salida, en el trayecto de ida o de regreso a casa, muchas calles de tierra y pocos mototaxis, allí en la gran puerta del colegio, en el kiosco lleno de aromas a chifles de casa, a juanecito demento, twist y kola inglesa, a través de los pasillos, claustros y escalones, de un extremo a otro de las canchas y bajo las antiguas y desaparecidas pomarrosas del primer pabellón, fue que comencé a imaginar con fuerza, entre la ansiedad, las dudas y la curiosidad, sobre lo que podría ocurrir conmigo en aquel nuevo y vertiginoso escenario, una vez llegado el día. Recuerdo que con mi hermanita nos reíamos mucho, mientras hacíamos la tarea, cada cual en su extremo en una mesa pequeña, justo en medio de nuestras camitas, en una humilde y fresca habitación de barro y tejas.

Naturalmente que yo al ser todavía un imberbe niño de sexto grado de primaria, condenado a permanecer por un año más hundido en aquel insufrible estatus de inferioridad, era demasiado improbable que pudiese de algún modo ser aceptado en ese “privilegiado” grupo en el corto plazo. Sin embargo, cierto ímpetu en mi espíritu inconforme me animó a frecuentar a los compañeros de mi hermana sin titubeos ni prejuicios, y no sin antes sufrir un poco de reticencia y rechazo, me di cuenta que de un momento a otro, ya formaba parte de ellos. Así que durante todo ese año, terminé asistiendo con ellos a varios paseos al campo, a las veladas culturales y a los festivales de música, cuando no habían festivales gastronómicos sino puras “Kermeses”, a las fiestas de cumpleaños full champán y coconachado, a las noches deportivas llenas de música de banda y algarabía, a las viejas tribunas del estadio del IPD, a los muy populares “tonos pop” de esa época, y lo más importante, no me perdí por nada del mundo la fiesta de Aniversario de 1990, en la cancha del segundo pabellón, Shera, Pachanga y los Cuervos de Rioja de fondo, eufóricos hasta la médula, bailando los temas emblemáticos de G.I.T. como “Ana” y “Wadu-Wadu”, además de salsas romanticonas y sufrientes como “Una aventura” de Niche y “Lluvia” de Eddie Santiago, con mi pareja del momento, una híperdesarrollada niña a la que, en puntillas, solamente le llegaba hasta el mentón, mientras nos desgañitábamos saltando y cantando a una sola voz.
Ese año terminó en un dos por tres sin que me diera cuenta. El fatal primer gobierno aprista nos dejaba un país fregado, Argentina era el último campeón mundial, la U se llevaba otra vez el torneo nacional, en la convulsiva Europa ya había caído el muro de Berlín, la inmensa URSS se desintegraba, el mexicano Octavio Paz ganaba el Nóbel de Literatura y mi ídolo Gorvachov el de la Paz. Los “terrucos” y “la zona” sonaban con fuerza por todos lados, había toques de queda de vez en cuando y mi medianamente exitosa y feliz primaria llegaba a su fin, y comenzaba con las mismas, ese oscuro calvario existencial que fue mi adolescencia.
Debido a los estragos causados por los terremotos del 90 y el 91, y luego por una combativa huelga general de Sutep que no tenía cuando acabar, mi asistencia a la secundaria no pudo ser posible sino hasta el mes de agosto de ese año. Parte del viejo colegio Ignacia se demolió, se echaron abajo algunos claustros y columnas del primer pabellón y ya no había aulas suficientes para todos los grados, de modo que se establecieron dos turnos entre mañana y tarde. Como ya no fui matriculado en el Serafín Filomeno, tal y como inicialmente había pensado, a petición expresa de mi abuelita terminé asistiendo a mi primer año de secundaria en el Ignacia Velásquez, alumno impecable del fabuloso primero B turno tarde. En ese confuso primer año, en el que nos pasamos todo el curso de formación laboral acarreando ladrillos para la construcción de nuevos recintos y balbuceando nuestros primeros vocablos en inglés, luego de saborear una sabrosa y grasosa empanada de arroz o yuca con su cebollita picante, partíamos de vuelta a casa casi a la oración y llegábamos ya bien entrada la noche, justo a la hora de la merienda. Podías oler entonces el aroma del calentado mientras regresabas, caminando por las altas veredas, esquivando los charcos, de frente hasta la plazuela. No sé otros, pero en mi caso, ese fue un año bastante regular pues me sorprendí cuando me enteré en la clausura, que había clasificado en el tercio superior del grado. Eso era muy raro, a juzgar por las pocas ganas que le puse al estudio, nomás por andar de vago y distraído en otros asuntos dignos de cualquier sospecha.

Es muy difícil explicarlo, pero algo en mi espíritu y en mi forma de pensar y de ver el mundo comenzó a cambiar radicalmente a medida que pasaban los años. Estaba por momentos perdido en una realidad que no me gustaba, me sentía desarraigado y me inventaba broncas y conflictos solo para vivir en un estado de permanente angustia y desesperanza, tal vez porque la influencia positiva desde mi familia era tan precaria y tan difícil, que llegué a pesar en ella como algo inútil. Estaba jodido, lo confieso, pero tenía que vivir de alguna forma, quién sabe si para poder contar todo esto. En esa época fue que vi mi futuro como algo irreal y difuso, y fue allí que comencé a escribir poemas, más o menos en serio, pues ya era un obsesivo lector, pero ese es otro tema.
En la secundaria nunca fui primero en nada, salvo en las formaciones por ser el más chato de todos. Pero no me importaba serlo, lo que yo quería era olvidar mis miserias de adolescente anónimo así que decidí que en el colegio la iba a pasar bien, pero para ello tenía que utilizar la cabeza y hacer lo justo, pues pasaba mucho tiempo pensando y pensando. Entonces, ni mucho estudio que me pusiera en estrés y en competencia con los mejores, ni poco empeño que corriera el riesgo de repetir el año, era la estrategia. Desde el 91 al 95 permanecí impasible en aquellas inolvidables aulas del colegio Ignacia Velásquez, y si bien es cierto no me preparé en ella de tal forma como para enfrentar con solvencia y seguridad mi vida inmediata possecundaria, ni intelectual ni académicamente, sí aprendí con dureza y con ternura, algunas cosas esenciales sobre la vida, el amor, la amistad. Allí aparecieron los primeros amores con las primeras miradas que me prepararon para relaciones futuras, conocí a personas extraordinarias a quiénes aprendí a querer por su generosidad y calidez, me hice amigo de muchos que pertenecían a otros grados y fui un díscolo subcoordinador de aula con el promedio más bajo en conducta. Hice mis primeros cuestionamientos y críticas formales a algunos maestros y aprendí a apreciar y a jugar básquetbol pese a mi talla. Asistí también a muchos tonos, fiestas de cumpleaños y quinceañeros incluso de “paracaídas” cuando no me invitaban. Aprendí desde la euforia a hacer barra, a sentirme alegre y orgulloso por mi colegio, a cantar emocionado su himno, a amar sus lemas y sus colores. Nunca fui nunca tomando en cuenta para representar al colegio en absolutamente nada, salvo aquella vez en que mi hermanita y sus amigas del segundo año, me animaron a bailar en una actuación, el pegajoso “muévelo, muévelo” del General, yo al centro con indumentaria camuflada y ellas, a mí al rededor, moviendo el esqueleto en vistosa coreografía. Aquello fue lo más cerca que estuve de la celebridad y de la fama. Menos mal ese tiempo aun no existían los celulares con cámara, porque se hubiera hecho viral. Aprendí con resignación, en una noche que lloré mucho, a morder el polvo de la derrota en un concurso de marinera. Me hice amigo de varios profesores quienes al notarme inquieto me armaban charla y me aconsejaban. -Mis viejos se fueron, profe-, les contaba triste. Entre muchas cosas, aprendí a aceptar la vida, a superar el miedo y la pena, aprendí a apoyarme en mis compañeros y de cierto fui alguien que también los apoyó con firmeza en algún momento. Aprendí, cómo no, a utilizar el teléfono, del cual al inicio se llamaba dándole el número a una operadora, luego vino el discado directo que hizo todo más fácil. Aprendí a escribir cartas románticas y poesías, a leer las grandes obras de la literatura universal como las de Flaubert, Faulkner y Hemingway, y varias enciclopedias de ciencias sin que alguno lo notara. Intenté inútilmente dibujar y pintar paisajes en tablas y cartones, y aunque destaqué en persistencia fallé en la calidad. Me formé como un elemento de grupo, para asistir y colaborar. Me hice pequeño líder de algunas causas triviales pero dignas de respeto, aprendí a compartir. Sin desearlo también aprendí a protegerme y a ser leal con el amigo, a cuidarle la espalda, a defenderlo como a un hermano. Hubo momentos en que sentía que podía dar la vida por cada uno ellos. Fui parte de un equipo, de una collera que vivía al máximo en todos lados. Allí supe lo que significaba guerrear, a apostar ganando y perdiendo en el fulbito. Aprendí duramente una mañana de naufragio en el rio Indoche que éramos capaces de salvarnos la vida. En algo aprendí a superar el rechazo y la discriminación de la que muchas veces fui víctima, aprendí a vivir en medio de una indiferencia que me vi obligado a soportar. Pero también toqué fondo, pues siendo honesto, hubieron algunas crisis que difícilmente pude superar, sacando muchas veces lo peor de mí. Me hice rebelde sin causa, como los personajes de algunos de los libros que leí. Aprendí a aceptar y soportar los castigos, a tolerar a los insoportables, a ignorar a los tercos. Tuve que correr para salvarme de serafinenses agresivos que querían sacarme la cabeza y luego me hice amigo incondicional de algunos de ellos. Aprendimos a hacer travesuras, a provocar y a actuar en grupo para estar seguros. También Junto a algunos coetáneos, esos años formé mi camino definitivo en la música, el rock, con Nirvana, Toto, Queen y Aerosmith, y comencé a escribir poesías cada vez con más aprehensión.

El día que el colegio terminó recién me di cuenta que debí haber hecho algo más, que debí haber aprovechado todo, caray, pero ya era tarde. Desde aquel momento ya nada volvería ser como antes. Quizá por ello el cauce de mi vida demoró un poco más en agarrar la ruta precisa, esa que me ha traído muy bien hasta aquí, y que de otro modo, tal vez no hubiera sido posible. Ya no importa cómo, lo que importa es haber llegado.
Los que sucedió después con aquellos con quienes nos despedimos entre lágrimas diciéndonos, medio picados por tanto ron o chavelado, que nos íbamos a recordar para siempre, mientras firmábamos nuestras percudidas camisas de fin de año y corríamos frenéticamente el rollo kodak para una nueva fotografía, tiene tanto de certeza como de enigma. No tiene caso incidir en una época que nos alejó el uno del otro y amplió más nuestras diferencias, diferencias acentuadas tan solo por un tiempo, pero que después de más de veinte años, suman un saldo que es irrelevante, pues lo que realmente importa hoy, es aquello que vivimos como alumnos de nuestro querido Colegio Ignacia Velásquez, solamente durante esos cinco años maravillosos, las buenas cosas sobre todo y no las malas; que hoy al celebrar su 74 aniversario, nos convoca con emoción a ser parte de su celebración, como cuando bailábamos en esas fiestas zanahorias en la cancha principal, con los Cuervos, Los Halcones o F27, sin luces de discoteca ni cervezas, sino solamente al brillo de la imaginación y la belleza, y alguna chata caleta de cartavio de donde chupábamos sin que nadie viera.
Desde el fondo del corazón, muchas gracias a todas las personas, docentes, auxiliares, alumnos, quienes han hecho posible esta gran reunión, a los que trabajan desde dentro de la institución y a los que han apoyado la organización desde afuera, pues sin esa fortaleza titánica nada esto sería posible, ni siquiera esta historia que no es para nada triste, es solamente una simple historia, como las que se cuentan hoy en las redes sociales con hastags y whasapeos, y que en el marco de este nuevo siglo cobra vigencia nostálgica en la memoria y, cómo no decirlo, dan una ganas intensas de regresar al colegio.
¡Feliz 74° Aniversario querido Colegio Ignacia Velásquez!
Frank Erik Donayre Sánchez (37)
Ex alumno – Clase 91-95.

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