La naturaleza tierna y preocupada de mi abuelita hizo que yo, pobremente emocionado y sin muchas opciones viables de las cuáles elegir, decidiera finalmente seguir la instrucción secundaria en el también excelente Colegio Ignacia Velásquez, más cerca de donde vivíamos en el barrio de Lluyllucucha, a menos de un cuarto de hora yendo a pie. De modo que al finalizar la primaria, varios amigos de esa edad clase 78 y 79, -junto a quienes compartí interminables y emocionantes tardes de escuela hasta fines de los 80- quizá incluso contra su voluntad como en mi caso en la Ignacia, fueron inscritos sin más en el famoso Colegio Centenario Serafín Filomeno. Así fue que la amplia collera de muchachos y muchachas del barrio se dividió en partes y dio paso a una época -problemática de por sí- de nuevos desafíos e inquietudes, solo que ya no estábamos todos juntos.
Una de mis entrañables tías, en esos mis días iniciales de colegial sin brillo ni futuro, me había dado la ignominiosa tarea diaria de barrer la amplia vereda de nuestra casa, antes incluso de desayunar mi pan con café. Todavía soñoliento y legañoso por madrugar muy a mi pesar, de pronto alcanzaba a ver cómo, de uno en uno, de dos en dos, de tres y hasta de más, iban avanzando los antiguos y nuevos alumnos serafinenses, hasta protegiéndose de la lluvia y evadiendo el fango, con el paso parejo para no llegar tarde hasta Husatilla. Imaginaba que, por lo lejos que quedaba su colegio, debían caminar por lo menos una hora. ¡Tontos estos que van por allá lejos!, susurraba para mis adentros, convencido erróneamente de estar en una situación más cómoda que ellos, pues no tenía que levantarme más temprano ni caminar tan lejos. Lo irónico de dicha situación es que, pese a la cercanía de nuestro Ignacia Velásquez, coleccioné incontables tardanzas que más de una vez me trajeron problemas. Dicho de otro modo, no alcancé en ese momento a reconocer el gran sacrificio que aquellos muchachos del Serafín hacían diligentemente.

Por un par años no volví a caminar solo por los lugares y calles donde alumnos serafinenses, según mi apreciación, esperaban a los del Ignacia para hostilizarlos y hacerlos correr. Salvo cuando acompañaba en ocasiones a mi tía Clarita, quien por entonces trabajaba allí como maestra de Química, especialmente para presenciar las actuaciones como los del Día de la Madre y, de paso, comer como chanchito, juanecitos con maduro frito en aquel entrañable kiosko color celeste cielo, del cual hoy evoco su aroma de amable hogar de forasteros, en mi difuso recuerdo.

Cuando cursaba el tercero de media, asistí sin compañía a una de esas memorables noches deportivas que se llevaban a cabo en la losa de la escuelita Juan Clímaco frente a la Plaza de Armas. Sin mencionar las incidencias deportivas de dicha velada diré que, cuando terminó todo cerca de las 11, tomé el camino del jirón Callao para volver a casa. Cuando de pronto sucedió que mientras avanzaba a paso lento, quizá absorto en pensamientos que me distrajeron, justo en inmediaciones del mercado casi me di de cara con un grupo de estudiantes serafinenses, deben haber sido más de diez, pero me miraron de pies a cabeza, se hicieron señas entre sí y de súbito alguien dijo ¡Agárrenlo!... Giré sobre mis pasos sin sentir mi peso y empecé a correr, pero pronto perdí el equilibrio y sin poder controlar mi centro de gravedad, fui a dar de bruces en el asfalto. Ahora sí estaba frito, había llegado mi hora. Entonces, de la nada apareció un muchacho mucho más fornido que yo gritando enérgicamente: ¡Déjenlo en paz carajo!, ¡Lárguense!. Mis asediadores retrocedieron dudosos, lo reconocieron de su colegio, y escupiendo al piso, decepcionados por arruinárseles su diversión de la noche, se retiraron iracundos por el mismo lugar que habían llegado.
Mi primer amigo oficial del colegio Serafín Filomeno de verdad lo hice esa noche. Charlamos de todo, de nuestros gustos e ideas, de lo fregado de esas épocas, de nuestro irregular desempeño escolar, de las chicas que soñábamos con visitar. De modo que, gracias a mi providencial amigo y salvador, pronto me sobrepuse y agarrando más seguridad en mí mismo, y terminé asistiendo con él, a los tonos serafinenses que pude sin temor de que me quitaran el único par zapatillas que poseía. En poco tiempo las cosas cambiaron y más aún cuando, a mitad del cuarto grado, aparecieron en mi aula unos angelitos uniformados que, por sabe Dios qué imperdonable travesura, habían sido expulsados del Serafín Filomeno y llegaban a instalarse en nuestra aula ignacina con su gran sonrisa, sin demostrar todavía sus emociones más oscuras. Esos compañeros exserafinenses, muchachos extraordinarios, se acoplaron al toque a nuestro grupo y con ellos por fin supe lo que ocurría en el colegio rival. Pero hay algo de lo cual me convencí en serio: de que no había razón para enfrentarnos ni ser enemigos, no importaba si asistíamos a tal o cual colegio; estábamos en las mismas, carentes de todo, arrojados a la nada, con necesidad de vivir.
Al terminar la secundaria y sin un destino claro que seguir, porfiando terminé sobreviviendo en Lima por esos años, como muchos otros jóvenes moyobambinos y de otros lados que fueron a buscar su realización personal. Allí pude comprobar que al estar alejados de nuestro pueblo, ya con prioridades diferentes, todos nosotros, sin hacer diferencias por el qué colegio secundario del que proveníamos, estábamos siempre juntos, solidarios en la ausencia de la familia, compartiendo un arroz con huevo frito y un magro pero reparador café instantáneo. Todavía me relamo y recuerdo cuando a alguno –que no fui yo- le llegaba su encomienda de cecina, relleno, suspiro, ñeque, confite de maní, maní molido, japonés y rosquitas, el ágape era de todos por igual.
Hoy que en mi centro de labores trabajo rodeado con exalumnos serafinenses la mayoría de ellos, mis colegas me han contado melancólicos, de a ratos con voz quebrada, anécdotas increíbles de sus tiempos como estudiantes, en los extintos pasillos y aulas del viejo colegio Serafín. Juro que he visto humedecer sus ojos.
Cuando pensé en escribir estas líneas en honor a tan importante colegio, no quise hacer una crónica biográfica de su ilustre fundador ni de los que acompañaron en tan importante gesta inaugural allá por la lejana octubre de 1889. Tampoco pensé elaborar un discurso culturoso hablando de la educación en el Perú que de sobra sabemos cómo anda, y de eso ya todos estamos hartos; sino que por el contrario quise expresarme con el corazón y de forma más personal. Escribir sobre la larga y brillante trayectoria de una institución tan grande da de lleno para tomos y tomos de libros, pero eso de seguro, será parte de otro proyecto y de otra historia.
Para finalizar, de parte de un desconocido pero sincero exalumno ignacino, un abrazo grande en este nuevo aniversario, a todos mis amigos y héroes inolvidables del Glorioso Colegio Centenario Serafín Filomeno; ustedes sí son emblemáticos y lo serán para siempre.
Moyobamba, Octubre de 2016.
Moyobamba, Octubre de 2016.
Me encantaron tus líneas. Gracias. Sentí nostalgia de mis años ignacinos. Felicidades a nuestros hermanos serafinenses.
ResponderEliminarGracias por comentar. un abrazo.
EliminarMe encantaron tus líneas. Gracias. Sentí nostalgia de mis años ignacinos. Felicidades a nuestros hermanos serafinenses.
ResponderEliminarpor un momento me vi paseando por las calles de mi querida Moyobamba, ahora que vivo lejos y me cuesta regresar te doy las gracias por tan emotivo relato.
ResponderEliminarPd. Ex alumno ignacino promo 99
Saludos maestro
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